_
_
_
_
_
Reportaje:PURO TEATRO

'All Tomorrow's Parties' (mirando con Lupa)

Marcos Ordóñez

Ultimo y perdurable destello del Festival de Otoño en la memoria: Factory 2, del Narodowy Stary Teatr, en el Valle-Inclán. Por obra y gracia del todopoderoso Krystian Lupa, la Factory de la calle 47 East volvió a abrir sus puertas, con sus paredes plateadas y el gran sofá central y esa gente tan extraña tirada por los rincones, bailando y durmiendo y metiéndose de todo. Aquí está, de nuevo, la corte de Warhol, el autoproclamado monarca del underground neoyorquino (fórmula W: un poco de Mekas, un poco de Lichtenstein, y el sentido promocional de Dalí y Capote juntos): ante nosotros desfilan el bien amado Paul Morrisey, con su cámara, y el escudero Gerard Malanga, sin su látigo, y el bello Ondine, con su sombrero de cowboy y sus botas de plástico, y, ah, ah, la preciosa Eddie Segwick, los mejores leotardos negros desde Hamlet, la millonaria descarriada a la que Dylan dedicó Just Like a Woman y Lou Reed Femme Fatale y All Tomorrow's Parties, y por supuesto Viva y Ultraviolet y Nico, y Brigid Berlin, que en las pausas entre pintar pollas y chutarse hasta en el blanco de los ojos se carteaba con J. Edgar Hoover y la duquesa de Windsor, amigos de su papi, el jefazo de la cadena Hearst. Faltan muchos, claro: falta Joe Dallesandro, y Reed y sus compinches de Velvet, y Baby Jane Holzer, pero reconozco perfectamente esa atmósfera: es la misma que flotaba, con todas las distancias y mucha menos droga, en el garaje de Antoni Padrós mientras rodaba Look-Out o Shirley Temple Story (yo era un deslumbrado chaval entonces) o cuando Jacinto Esteva y su tropa preparaban Metamorfosis. Atmósfera de deriva y de apocalipsis inminente (con nubes púrpuras), y esa peculiar lasitud que dan a) la resaca alcohólica, b) el bajón de anfetas y/o ácido o c) las tres cosas. Factory 2 se parece muchísimo a All Things Must Pass, el triple álbum de George Harrison: dos discos magistrales y uno de matute. En otras palabras: la función, que cubre cuatro años de las vidas de Warhol y compañía, desde el rodaje de Blow Job hasta el disparo de Valerie Solanas en 1968, dura ocho horitas, de las que sobran guapamente un par.

El dispositivo es cómico, pero por su duración se convierte en una tragedia feroz, maravillosamente pautada e interpretada

La primera parte, alternando sus famosos screentests con fragmentos de películas y un centón de monólogos y diálogos cruzados, tiene un tempo impresionante, muy warholiano pero también muy austrohúngaro, con la lentitud aterciopelada y funeral del Ludwig de Visconti. La modulación es perfecta. Para decirlo a la manera de Dylan, comienza como Stuck Inside of Mobile y cuanto te das cuenta estás nadando en la lenta lava de Visions of Johanna. Más comparaciones, porque sólo se lo puedo contar así: acaba ese primer tercio con la increíble danza ritual de un bailarín tibetano (Tomasz Wygoda) que se ha traído a Ultraviolet (Urszula Kiebzak) y todos le contemplan como cuando los protagonistas de La Dolce Vita se topaban en la playa, al amanecer, tras una noche sin dormir, con aquel pez luna casi extraterrestre. Segunda parte: cambio de tempo y de tiempo. Han pasado dos años y asistimos a cuatro dúos. En el primero, Viva (Malgorata Hajewska), la más sensata de la panda, le canta la caña a Warhol (Piotr Skiba) por no enderezar el despendolado ambiente de la Factory y, sobre todo, por permitir la politoxicomanía de Edie Segwick.

En el segundo, Lupa nos cuenta el imaginario romance de Edie con Morrisey (ella estaba entonces colgadísima de Dylan) alternando la proyección de una película aún más imposible y a ellos dos contemplándola y hablando desde la cama, en escena, cuando ya todo ha acabado. Lupa dijo que con Factory 2 quería hacer "la película que Warhol no hizo", pero lo que le sale, pasmosamente, es puro Cassavetes. Todo ese pasaje, a cargo de los descomunales Zbigniew Kaleta (Morrisey) y Sandra Korzeniak (Edie) parece salido de Shadows y sería una obra espléndida por sí sola: dos amantes cara a cara, diciéndose al fin todo lo que no habían dicho, abrazándose, rechazándose, mientras Tim Buckley (Sweet Surrender) y Nina Simone (Wild Is the Wind) aúllan como coyotes alrededor de la fogata extinguida. ¿Fin? No, todavía hay un piso más alto, donde reencontramos a Brigid (Iwona Bielska) lanzando un monólogo alucinado: está sola en casa, las drogas le han reventado la cabeza, se ha convertido en una obsesiva-compulsiva y llama a Warhol, y le cuenta minuciosamente sus rituales de limpieza doméstica para oírse hablar, para saber que hay alguien al otro lado, para no caer en el vacío absoluto. Y Warhol la escucha como quien escucha cada día a la misma hora la misma salmodia de una madre loca, mientras intenta trabajar, y acaba pintando un cuadro detonado por esa locura: el dispositivo es cómico pero por su duración se convierte en una tragedia absoluta, feroz, maravillosamente pautada e interpretada. Luego salimos al vestíbulo del teatro y, sorpresa, Brigid/Bielska sigue allí, en un escaparate/pecera: no era una filmación previa sino simultánea, se estaba rodando y proyectando mientras lo veíamos. Esos cuatro juegos de dobles bastarían para saciar la gazuza teatral del más carpanta durante varias temporadas.

La función podía haber acabado ahí, pero acaba, dos horas más tarde, con lo dicho: el equivalente del Out of the Blue de Harrison. Material adicional, descartes que no suman. Volvemos atrás, a los días del rodaje de Chelsea Girls. Otro monólogo, interesante pero falto de fuelle, a cargo de Nico (Katarzyna Warnke) tratando de comunicarse con el silencioso bailarín tibetano mientras le filma, y un retrato de las muy parlanchinas estrellas de la peli (Holly Woodland, Candy Darling, Jackie Curtis), y de postre, Ondine (Adam Nawojczyk) reinventado su rol de Papa de Roma estilo Lenny Bruce: gracioso, con mala baba, pero también muy cara B. La ceremonia se cierra con una foto de grupo y el disparo de la loca Solanas (en off) clausura la época, y los pajaritos que han sobrevivido al paseo por el lado salvaje alzan la cabeza y cantan lo único que se puede cantar tras un apocalipsis: "Du, durú, durú, du-du-rudú, durú, durú...".

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_