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Columna
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Los años primeros

El Centro José Guerrero presenta una exposición alegre, emocionante, gozosa, jovial, tierna, conmovedora, de los primeros años creativos del artista granadino. Utilizo tantos adjetivos sentimentales porque, después de visitarla, salí a la calle contagiado por la exposición. Uno puede contaminarse de las cosas malas, sentirse agredido por la enfermedad, o por el agua envenenada, o por un corazón mezquino. Pero no olvidemos nunca, porque es un detalle importante para saber a dónde ir, que las cosas buenas también pueden llegar a contagiarnos. La creatividad llama a la creatividad, y uno sale del centro Guerrero dispuesto a recuperar la fuerza juvenil de la creación, la incertidumbre de sentirse uno mismo en un cruce de caminos.

Estamos acostumbrados a ver a los grandes artistas desde el horizonte de su madurez, cuando son ya dueños de su mundo. Parece que tuviesen un asiento reservado en la abstracción, o en la figuración, o en la poesía surrealista, o en el verso reflexivo, como si vivir y crear fuesen un ejercicio rutinario de acomodo, en la seguridad de que la realidad última está bien prefigurada y de que basta esperarla. Pero cuando reconocemos la mirada del artista joven que necesita buscar su camino, entendemos de forma mucho más profunda la pasión de crear, el derecho al error y la duda, el aprendizaje que ofrecen, al hacerse y deshacerse, los materiales, los colores, las pinceladas, los paisajes y las tradiciones. Por eso llegan a convertirse en vías de contagio una acuarela de 1932 que mira a una mujer sentada en la Escalera del Agua, un altar mayor del Monasterio de San Jerónimo encantadoramente desordenado en sus formas, una vista casi parisina de la Plaza Bibarrambla, las cabezas de un gitano y una gitana que se niegan con timidez a sostenerse en un costumbrismo tópico, paisajes de Castilla, París y Roma en los que la vida se hace una insistente pincelada y justifica procedimientos artísticos cada vez más orgullosos de su autonomía, hasta llegar a la abstracción.

La pintura facilita un contacto repentino con el arte. En pocos sitios se puede respirar la creatividad de una manera tan convincente como en un estudio de pintor. El contagio creativo de José Guerrero se hizo autobiográfico cuando la maravilla de un desayuno de 1947 me devolvió a mis años de poeta primerizo. Estaba buscándome a mí mismo sin demasiada suerte, pero mis amigos tenían la seguridad de encontrarme en el estudio de Juan Vida. La sensación de estar allí se parecía mucho a la felicidad infantil de mancharse los zapatos de barro, a la posibilidad de apretar la tierra entre las manos, envuelto por un olor fuerte, un vapor de aguarrás, que de pronto regalaba el optimismo primaveral de los naranjos. Un estudio de pintor es una mezcla definitiva de taller artesano, laboratorio experimental, andamio de edificio en construcción, faro solitario, desván de artista y lugar de apicultura. Sí, el mono del pintor se parece al traje de los apicultores, porque la vida da vueltas sobre los pinceles con su miel y sus picotazos.

Justo Navarro, en un texto deslumbrante que se publica en el catálogo de la exposición, Guerrero en las ciudades, recuerda el encuentro del artista con Federico García Lorca. Cada palabra de Justo Navarro suele ser un estudio de pintor, un lugar donde uno puede hacerse como novelista, poeta y persona. En Granada había una gloria de la pintura local, Gabriel Morcillo, que se reía de Matisse y de Picasso, y de su joven alumno Pepito Guerrero, porque pintaba como un artista mexicano muy malo llamado Diego Rivera. García Lorca le preguntó a Guerrero, ¿tú quieres ser pintor?, y le dio un consejo: "Coge los pinceles, los tiras al aire y te vas". Sí, a veces hay que irse hacia donde te lleve el viento. Evitar las contaminaciones mezquinas ayuda a encontrar los buenos contagios.

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