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Columna
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Los catalanes

Soy amigo íntimo de poetas catalanes como Joan Margarit, Pere Rovira y Alex Susanna. En una entrevista cargada de oportunidad e inteligencia, Federico García Lorca declaró en 1936 que se sentía más cerca de un chino bueno que de un español malo. También yo me he sentido muchas veces más cerca de mis amigos catalanes que de otros poetas andaluces y españoles que han querido justificar con los complejos de la identidad sus limitaciones creativas. En todas partes hay listos y tontos, ¿para qué vamos a engañarnos y a caricaturizar ningún territorio? En mis inicios literarios, cuando me presentaban como poeta andaluz, me sentía muy orgulloso.

Andalucía tiene una de las tradiciones poéticas más importantes del mundo. Es verdad que mis amigos catalanes recibían muchas atenciones de la Generalitat, pero tardé poco tiempo en descubrir que la suerte real era escribir en un idioma de 400 millones de hablantes. Sigo sintiéndome orgulloso cuando me presentan como un poeta andaluz, pero confieso que también me encanta, y no sólo por vanidad literaria, ser presentado como un poeta significativo de un idioma que se habla en Buenos Aires, México, Bogotá, Santiago de Chile y Nueva York. El español se extiende por las calles de la metrópoli como un reguero de pólvora humana y cultural. ¿La lengua de Cervantes está en peligro? Si miramos con objetividad hacia el mundo, en peligro sólo están lenguas minoritarias como el catalán y el vasco, y me parece una obligación cívica defender su existencia y su dignidad social. No creo que sea ninguna agresión pedir que los funcionarios públicos de Cataluña sepan hablar catalán. Agresión al español, una lengua abierta, extensa, viva, llena de matices, sin centros, es querer convertirla en carne de cañón para los centralismo más rancios.

¿A qué viene entonces un manifiesto en defensa del español? Del español, o del castellano, como dicen los firmantes del manifiesto, volviendo a usar un nombre que dejó de utilizarse en el siglo XVI y que ahora regresa con la dinámica de la España autonómica. No creo que haya ninguna razón filológica, ninguna amenaza por la que preocuparse. Puede haber problemas concretos para hablantes concretos del español en Cataluña. Pero eso no es una agresión al español, sino una utilización incorrecta de la Constitución española y del Estatuto catalán. Hubiese bastado con denunciar estos casos. El manifiesto responde a otros intereses de carácter político. El discurso dominante de la derecha se ha fundado, sobre todo en Madrid, en la indignación ante la ofensa perpetua. No ya los nacionalismos periféricos, sino cualquier cambio vivido en cualquier comunidad autonómica no nacionalista, se explica como una ofensa a Madrid. Así ha consolidado el poder en esta comunidad una derecha extrema, que utiliza las ofensas exteriores imaginarias para desmantelar sus espacios públicos propios y reales.

Los madrileños se han olvidado con demasiada facilidad de que el enemigo lo tenían dentro. Y así se entiende que inventos partidistas como el de Rosa Díez, que nacieron de una crisis interna del socialismo vasco, no hayan tenido ningún eco en la realidad que pretendían solucionar y hayan recibido un apoyo notable en Madrid. Esta mujer no encarna más que una farsa. Ahora que el PP de Rajoy quiere representar su viraje al centro con una postura más moderada ante los nacionalistas, los amigos de Rosa Díez y algunos poderes mediáticos que no quieren renunciar a su tiranía sobre la derecha, se inventan que el español está en peligro, una mentira sólo equiparable a la afirmación de que las bombas de Atocha las puso ETA. A mí lo que me duelen son otro tipo de peligros en el idioma. Siento que estén tan degradadas palabras como inteligencia, intelectual, periodismo, democracia, libertad, igualdad y fraternidad.

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