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Reportaje:PURO TEATRO

'The Mighty Quinn'

Marcos Ordóñez

Nada de lo que me ha pasado, nada de lo que me pueda pasar, será comparable a lo que viví aquel largo verano que duró de mayo a septiembre; el ciberverano en el que conocí a Elsa Quinn". Así comienza Mi lecho de zinc (My zinc bed), una de las mejores y menos conocidas obras de David Hare, estrenada en el Centro de Artes Escénicas de Reus, en versión catalana de Joan Sellent, dirigida por Ferran Madico. Paul Peplow (David Selvas), el narrador, es un joven poeta alcohólico en cura de desintoxicación. Llega al despacho del todopoderoso Victor Quinn (Andreu Benito) para entrevistarle y averiguar cómo pasó de comunista a magnate de internet. Quinn parece conocer todo sobre Paul: su poesía, su adicción, su desesperanza. El entrevistador se convierte en entrevistado. Le cuenta a Quinn que ha dejado de beber pero ha perdido el deseo. "Cuando bebía, escribía. Cuando amaba, bebía. Ahora no bebo, pero ya no escribo ni amo". Quinn le dice que no es un adicto al alcohol sino a la culpa, y que Alcohólicos Anónimos es una secta, una religión, como el comunismo. Luego le ofrece un trabajo en su empresa, le presenta a su joven esposa, Elsa (Cristina Genebat), y le abre las puertas de su mansión en Regent's Park. Elsa tenía veinte años cuando conoció a Quinn. Su vida era una larga línea blanca salpicada de copas. Quinn se casó con ella, adoptó a sus hijos y la convirtió, cuenta, "en una mujer nueva". A mitad del primer acto, Paul ya forma parte de la "familia Quinn", aunque no sabe exactamente en calidad de qué. ¿Ha de cumplir el papel del amante que Victor tal vez ya no pueda ser o del hijo que anhela tener?

Para que Hare funcione hay que crear un espacio emocional desde el que los personajes lancen sus palabras como enredaderas

Cuando vi la obra en el Royal Court, en octubre de 2000, con Tom Wilkinson (Quinn), Julia Ormond (Elsa) y Steven Mackintosh (Paul), pensé que ese juego de roles era el misterio central de Mi lecho de zinc, título que alude, por cierto, a la definitiva pieza del rompecabezas que quizá sólo se atrape, dice el magnate, al tendernos en la última cama. Pensé que Quinn, al ofrecerle una copa a Paul, era una mezcla de Dios y diablo: no tenía claro si quería destruir al poeta o hacerle más fuerte. Han pasado unos años. Yo ahora tengo la edad que el viejo tenía entonces.

El viejo no me parece "enigmático", como escribí. Ésa era una visión romántica. En realidad su adicción es más transparente que un dry martini. Se liberó del partido, sustituyó la antigua fe por la adrenalina de los negocios, pero sigue enganchado a la voluntad de cambiar el mundo y cambiar a la gente. Necesita volver a creer, y noble enganche es ése, en la voluntad transformadora del hombre, en la liberación de sus cadenas. Quinn cae por pecado de soberbia: no piensa que la gente pueda cambiar sino que él, y sólo él, puede cambiarles. Esa ceguera, ese mesianismo ególatra, es lo que acaba precipitando el drama. My zinc bed fue muy mal recibida por la crítica inglesa. No es un texto sobre el alcoholismo, como se escribió en su momento, sino sobre la adicción al deseo devorador en todas sus formas, y sobre los autoengaños que suscita en su mezcla de exaltación y esclavitud (el gozo y el goce, como diría Lacan), un asunto que Hare aborda con un cierto exceso verbal, como en casi todas sus obras, pero con la honestidad, la pasión y la sed de verdad que también son sus marcas de fábrica. Ferran Madico llevaba ocho años queriendo montar Mi lecho de zinc y al fin lo ha conseguido. Su espectáculo es muy ambicioso, aunque a mi juicio se equivoca en tres puntos fundamentales: la poda del original, las dimensiones del espacio y el voltaje actoral de la historia de amor. Los personajes de Hare, ya se ha dicho, hablan por los codos, y así hay que tomarlos. No es buena idea aligerar sus parlamentos: Pasqual recortó casi una hora de La brisa de la vida y la dejó en la mera trama: como suele suceder, todavía resultó más pesada. Para que Hare funcione, como funcionó en Celobert (Skylight), hay que crear un espacio emocional desde el que los personajes puedan lanzar sus palabras como enredaderas, y ese espacio ha de ser necesariamente íntimo, próximo al espectador. El escenógrafo Alfons Flores y el iluminador Xavi Clot, dos maestros de su oficio, han creado, a órdenes de Madico, un decorado muy imaginativo, de una gran calidad formal, pero que desbarata esa necesaria intimidad. Al fondo del escenario se levanta un muro de leds, esas lucecitas a menudo cegadoras que al combinarse pueden crear figuras y evocar atmósferas. Se logra así pintar los verdes de Regent's Park en verano, o los ventanales de un despacho de la city (y también deslizarse hacia la metáfora pueril, como el fuego de una chimenea que crece con la pasión de los amantes), pero, por exigencias de ese frontal, los actores permanecen a unas distancias inverosímiles y, lo peor, requieren urgentemente el uso de micrófonos inalámbricos. El rey de la velada, y así hay que celebrarlo, es Andreu Benito: en una crítica anterior le pedía más fuerza, más autoridad, más visceralidad, más peligro, y aquí consigue y exhala todas esas características, sobre todo en el último acto, sin perder de vista la secreta fragilidad de Quinn. No hay, en cambio, la menor química entre David Selvas y Cristina Genebat: cuesta lo suyo creer que Paul y Elsa están enamorados. No tiene aquí esta joven actriz la sensualidad oscura que supo insuflar a las interpretaciones de Tape y La forma de las cosas: a ratos uno no sabe si Elsa se quitó de la farla o se salió de monja. Tampoco le sienta bien a Selvas ese enojoso uniforme de "poeta en rehab", con chupa, corbata y chaleco en pleno agosto, ni el nerviosismo sobreactuado a lo Dean Stockwell de la primera parte, que sólo se aquieta y se vuelve convincente cuando recae en la adicción, o al rememorar, desde el futuro, los acontecimientos de la historia. Mi lecho de zinc ganaría muy mucho si se replanteara radicalmente desde la cercanía y la humildad, sacrificando la brillantez escenográfica en aras del matiz, de la confesión a media voz. -

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