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Columna
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Casas vivas

Vicente Molina Foix

No es necesario ir a los cementerios para revivir a los muertos. Si se ha residido un tiempo considerable en una ciudad (en mi caso, 34 años en Madrid, divididos en dos etapas), sólo de deambular por sus calles uno pasa a ser vigilante, aunque no de seguridad, sino de subsistencia. Apostado en la esquina de tu casa o en medio de una plaza, ves continuamente pasar a los vivos, ajetreados, ociosos, amargos o sonrientes, y de repente, avanzando unos cuantos metros, giras por una calle y alguien resucita a tu lado. No siempre se trata de parientes, amantes o personas de la intimidad.

Hace un par de semanas abrí un lunes las páginas de EL PAÍS y vi en un pequeño recuadro la esquela del crítico de arte Francisco Rivas, Quico Rivas en el mundo, o desde luego en mi mundo, que sólo ocasionalmente compartí con el suyo. Quico Rivas había muerto joven lejos de Madrid, en Andalucía, de la que conservaba, como rasgo más perceptible, un leve acento difuminado, no escondido. Esa misma tarde hube de pasar, como casi todos los días de mi vida, delante de la casa de Quico, la casa en que, casado entonces con su propietaria, vivió él temporalmente y yo visité sólo una vez pero nunca olvidé. Se trata de un edificio singular, vivienda exenta y algo francesa de estilo, anómalamente enclavada entre una gasolinera, un palacete y un cruce; muy cerca, un túnel excavado en los bajos de María de Molina lleva constantemente miles de coches a las autovías. Recordé su interior, lleno de libros, la simpática hospitalidad, levemente arisca, de Quico, y la persistencia de un aire general de decorado, quizá por saber yo que allí se habían rodado algunas escenas de una película de Almodóvar, La ley del deseo.

Las ciudades son los lugares donde mejor honrar privadamente a los muertos

No lejos de esa casa donde aquella tarde vivió para mí Quico Rivas un rato más, arrancado a la muerte, estaba el piso de Amparo Suárez Bárcena, a quien traté durante mucho tiempo, a veces en compañía de Michi Panero, y cuya muerte inesperada al fin de un verano reciente que se llevó a otros amigos también supe al ver otra esquela en este periódico. No todos tuvieron el honor póstumo de un obituario o un homenaje público.

Por eso me gusta pensar que las ciudades son los lugares donde mejor honrar privadamente a los muertos, sobre todo ahora que muchos de ellos prefieren no tener un reposo eterno en una tumba o un nicho. Las costas del Cantábrico o de las Baleares, los valles y las sierras del Macizo Central, algún jardín privado, alguna huerta, son los depósitos de las cenizas de mujeres y hombre que estuvieron muy próximos a nosotros. No se les ve, no tienen nombre grabado en una lápida, pero conservan una morada física.

Para mí, por ejemplo, el hotel Kempinski de Berlín sigue asociado, más de 25 años después de haberle visto allí una sola vez, a José Comas, el periodista de EL PAÍS prematuramente fallecido el pasado mes de marzo. Pepe Comas, tuvo, frente a otros ausentes sin firma ni obra conocida, el privilegio de comunicarse con nosotros a través de sus estupendas crónicas alemanas, con lo que en su caso no es preciso ese ejercicio de espiritismo que yo llevo a cabo y evoco aquí. Desde 1981 hasta su muerte, vi Alemania a través de los ojos de Pepe Comas, y aun así le asocio esencialmente a su irrupción, un tanto novelesca, en el bar del Kempinski la noche del golpe de Estado de Tejero, cuando un grupo de amigos estábamos oyendo atónitos (la angustia se desarrollaría más tarde) una cinta que Elías Querejeta había conseguido de la aparatosa entrada, pocas horas antes, de los golpistas en el Parlamento de la carrera de San Jerónimo. Comas ya estaba de corresponsal del periódico en Alemania, y fue el informador principal de cuantos españoles pasábamos en Berlín unos días con motivo del festival de cine. También recuerdo que el entonces director del festival Moritz de Hadeln nos ofreció pomposamente asilo político caso de que la barbarie se apoderase de España, pero Comas, en tiempos anteriores al móvil, nos fue tranquilizando con los teletipos.

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Otra forma de reviviscencia la practico en los escenarios. No interpreto yo nada, ni me pongo la máscara de la tragedia para llorar a los muertos. Es más sencillo. Como tengo buena memoria local y he ido mucho al teatro en mis 34 años de vida madrileña, las tablas del María Guerrero o del Español, también las de la sala Olimpia, en la plaza de Lavapiés, ahora ya no llamada así, se convierten para mí en las residencias últimas de actores como Rafael Alonso, Alberto Closas, Mari Carmen Prendes, Andrés Mejuto, Lola Gaos, o, más joven y muy querido por mí, Alberto de Miguel. A todos ellos, y a muchos más, les vi en ésos y otros teatros de la ciudad actuar admirablemente, haciéndonos reír o emocionar a los espectadores, y sus palabras y gestos son las cenizas que nunca aventará el aire del olvido.

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