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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Oído literario, oído musical

Hace cinco años, la lectura de Nembrot (DVD Ediciones), de José María Pérez Álvarez, recomendada por un poeta amigo, me impresionó. La obra no contenía ninguno de los ingredientes de las novelas al uso: ni personajes fácilmente dibujados, ni trama previsible ni suspense mantenido hasta el final. Me hallaba ante un texto original, denso y complejo, sobre la relación de amor e incomunicación entre dos hombres que nada tenía que ver con la consabida temática del género gay. El fracasado e hipocondriaco Horacio Oureiro y el escribidor y mitómano, fascinador y plagiario Bralt viven el lento goteo del tiempo en una triste pensión de Pleamar, en un entorno gris, de neblina y de lluvia, que reaparecerá posteriormente en las siguientes novelas del autor: Cabo de Hornos (también publicada por DVD Ediciones) y la que comentamos hoy. El fracaso, amargura y amor imposible de los personajes parecen compendiarse en una lápida funeraria de aquel finisterre inhóspito: "La muerte es la única herencia que el ser humano recibe y lega". La belleza brota de su desolación.

La soledad de las vocales

José María Pérez Álvarez

Bruguera. Barcelona, 2008

160 páginas. 17 euros

Publicada por un sagaz, pero pequeño editor, y escrita por un autor de provincias, sin conexiones con los centros del poder literario y mediático, Nembrot pasó casi inadvertida excepto para un puñado de lectores o, mejor dicho, de relectores exigentes. Tampoco la crítica le prestó atención alguna conforme a su máxima anti-Gide: lo que no se comprende en un abrir y cerrar de ojos no interesa. El reciente Premio Bruguera de Novela, otorgado por Esther Tusquets como jurado único, logrará atraer tal vez la atención sobre La soledad de las vocales, la última y hermosamente lograda novela de Pérez Álvarez (O Barco de Valedoras, Ourense, 1952).

El pesimismo, el alcohol, la vejez y la conciencia íntima de ser víctimas de "biografías adversas" son el común denominador de los huéspedes de la decrépita pensión Lausana en la que se centra el texto, y cuyas letras luminosas se apagan unas tras otras sin que el abatido propietario piense en reponerlas: las últimas vocales y consonantes del letrero brillan de noche en desamparada soledad. Desamparada soledad compartida con los huéspedes de la docena de habitaciones sucias y abandonadas: la 2, de la ex nadadora olímpica sumida en la falsa evocación de viejos amores y medallas; la 7, del tapicero serbio fugitivo de las matanzas y limpiezas étnicas de sus compatriotas; la 8, permanentemente cerrada, por la que se cuela y gime el viento como el espectro de una mujer secuestrada; la 4, del pintor parisiense atormentado por el naufragio de su ambiciosa carrera; la 6, del escritor que lee a Joyce, Selby y Kafka, desea hacerse famoso y rico, ganar el Nobel y poder rescatar a sus padres de la pobreza en la que desmedran; la 9, en fin, cuyo huésped anónimo teje el monólogo, de ondas reiteradas, que compone el libro.

Existe un oído literario, como existe un oído musical. José María Pérez Álvarez los posee ambos. Las frases de su monólogo engarzan unas con otras, adoptan una prosodia y un ritmo de calculadas y armoniosas variaciones sinfónicas, crean una coral de voces y de compases obsesivos, casi asfixiantes, que envuelven y atrapan al lector-auditor.

Los motivos literario-musicales se repiten del comienzo al final del libro: evocaciones por una mente brumosa, llena de agujeros, de la Clawdia Chauchat del sanatorio suizo de Mann, del bastón de Joyce, de Milena y de Brel, del sombrero arrojado al perchero por Humphrey Bogart, del Franz Dertod de Cabo de Hornos asesinado por los nazis, de la mujer suicidada en la pensión en 1980, del gigantesco negro Baltasar, futuro chófer del milagrosamente enriquecido escritor de la 6. Los fantasmas del narrador alcohólico, que descaece y se pudre poco a poco en un cuarto sucio y cargado de recuerdos irrisorios, giran en torno a un mirífico e imposible amor con las esbeltas nadadoras olímpicas, a mujeres fugazmente entrevistas en un vagón de ferrocarril, a la prostituta maltratada que le acompañó un día a la habitación, al recuerdo de las bragas de una enfermera que se apiadó de él y se las regaló para que las oliera y se sintiera menos solo en el hospital en donde convalecía de su intoxicación por ingerir coñac adulterado.

Las estaciones de trenes desiertas, los bancos públicos de borrachos y mendigos, las botellas arrojadas a los contenedores, alternan en el flujo narrativo con imágenes de París, ilusiones desvanecidas, viajes soñados, ahogado todo ello en rondas y más rondas de cerveza y de alcohol. Pensiones de medio pelo, burdeles, camiones de basura, dentaduras postizas, tascas e iglesias con cristos lívidos y muertos, se imbrican y solapan en la voz del perdedor que reclama su derecho "de no pertenecer a ningún país, no combatir bajo ninguna bandera ni levantarse al sonar himno alguno": la de un apátrida, apóstata y alcohólico, la triple A de su condición de desecho irreciclable, nihilista y autodestructor.

El pesimismo lúcido de quien sabe que "la muerte es la única herencia que el ser humano recibe y lega", habitante de un mundo inexorablemente condenado a la extinción, embebe La soledad de las vocales y suena de modo lancinante en nuestros oídos. José María Pérez Álvarez lo transmite con palabras bellas y justas, con la difícil maestría del verdadero escritor.

José María Pérez Álvarez, premio Bruguera de Novela por <i>La soledad de las vocales.</i>
José María Pérez Álvarez, premio Bruguera de Novela por La soledad de las vocales.MARCEL.LÍ SÁENZ

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