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Columna
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El pacto de la Transición

Josep Ramoneda

La sentencia que condena a Atutxa por su reiterada negativa a disolver el grupo parlamentario afín a Batasuna plantea un problema y una sorpresa. El problema tiene que ver con los fundamentos del Estado democrático: ¿Hasta qué punto el poder judicial puede intervenir en decisiones internas al poder legislativo? La extrañeza viene derivada de la sensación de que en pocas semanas el Tribunal Supremo ha emitido dos sentencias aparentemente contradictorias. No se acaba de entender por qué lo que valía para Botín no vale para Atutxa, por qué la acción popular por sí sola no es suficiente para abrir un juicio oral contra Botín pero sí contra Atutxa.

En este país, como es sabido, toda sorpresa es convertida inmediatamente en sospecha por parte del que se siente afectado. Y el nacionalismo vasco es un experto en ver la mano de la política debajo de cualquier decisión judicial que no le guste. El Estado de las autonomías es un sistema de recelos mutuos que coloca automáticamente bajo duda cualquier decisión de un tribunal o instancia reguladora presuntamente neutral.

Ibarretxe opta por romper el pacto constitucional y dice que son los demás los que lo han roto

La respuesta del lehendakari Ibarretxe a la condena de Atutxa ha sido acusar al Estado de romper el pacto de la Transición. Es la acusación de moda: el PP lleva toda la legislatura diciendo que el PSOE se ha cargado el pacto de la Transición, el PSOE replica que el que se lo ha cargado es el PP, y los nacionalistas periféricos dicen que los verdugos son los dos. ¿Cuál es el verdadero objeto de esta oleada de melancolía que nos invade? ¿Qué es el pacto de la Transición?

Hay un solo elemento objetivo del pacto de la Transición: la Constitución, que fue su principal fruto. Pero no debe ser esto lo que añora Ibarretxe, porque el nacionalismo vasco lleva tiempo considerándola obsoleta y reclamando su superación. ¿Hay otro pacto de la Transición? No. La Transición no tuvo una hoja de ruta pactada, sino que fue la suma de una serie de pasos que se fueron dando o acordando en función de las circunstancias. Y finalmente fue la voluntad popular la que con su voto acabó decantando las cosas. No olvidemos que las elecciones de 1977 no fueron convocadas para ser constituyentes y que si después se convirtieron en tales fue porque la relación de fuerzas que salió de las urnas -con una izquierda y unos nacionalismos periféricos mucho más fuertes de lo que los neofranquistas esperaban- hizo imposible la pervivencia de la Ley de Reforma Política como marco legal de referencia.

Si no hubo hoja de ruta pactada, si la Constitución siempre ha parecido insuficiente a los nacionalistas vascos, ¿cuál es el pacto de la Transición que provoca el llanto jeremiaco del lehendakari? Me temo que es lo que algunos llaman el consenso. Un mito para todos los usos, que en la versión del PP, que lo ha descubierto recientemente, significa: "Yo digo lo que hay que hacer y tú lo haces". Un concepto del pacto al que Ibarretxe parece apuntarse. En realidad, lo que quizás el lehendakari añora fue un juego de cambalaches bien intencionados que difícilmente son repetibles en una democracia consolidada. Por ejemplo, el pacto de las primeras elecciones vascas en que UCD y PSOE aceptaron jugar un perfil bajo, porque, en un país pequeño como Euskadi, en el que todo el mundo se conoce, creyeron de buena fe que el PNV, desde el poder, podría resolver para siempre el problema de ETA. El pacto de la Transición con el que sueña el lehendakari es un cuento que dice que lo que se hace en Euskadi lo determina el PNV y los demás juegan un discreto papel de comparsas, desde los jueces hasta los políticos, pasando por cualquier institución con poder e influencia.

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El lehendakari sabe que esta idea suya del pacto de la Transición está agotada. Precisamente por esto le conviene ahora darlo por solemnemente enterrado -por culpa del Estado, por supuesto, porque Ibarretxe siempre se olvida de que él también dirige una institución del Estado-, para tener una coartada más para el paso que viene anunciando desde hace tiempo: el referéndum de octubre. El argumento es obvio: el pacto de la Transición ha sido roto, por lo cual Euskadi se ve obligada a plantear una nueva forma de relación con el Estado y a pedir a los ciudadanos que la ratifiquen. O sea, que Ibarretxe opta por libre por la ruptura del pacto constitucional -el único pacto objetivo de la Transición- y dice que son los demás los que han roto el pacto. Nada nuevo bajo el sol: es ley de la política que el nacionalismo busca la legitimidad de sus actos en el comportamiento del otro, contra el que se construye la cohesión nacional.

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