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Columna
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No hay que morir joven

A pesar de que hay cambio climático, ha vuelto a llover a nosa chuvia, el invierno es más o menos el de siempre y el mundo sigue. Pero es cierto que hay cosas que se acaban, las que tienen que ver con los humanos, se mueren las personas y se mueren las épocas. Ha muerto José Cuiña y con él una época de la política en Galicia.

El fallecido no llegó a la vejez, es una imagen inevitablemente inquietante para quienes aspiramos a llegar allí, pues es entonces cuando nos detenemos al fin y podemos mirar atrás, reescribir nuestra biografía, paliar errores y deshacer los entuertos que hemos hecho, el tiempo de las reconciliaciones y arrepentimientos. Y para quien luchó, para quien se enfrentó a rivales y enemigos, para quien dejó heridos y caídos, es terrible morir aún en la madurez, cuando todavía lo alcanzan a uno los gritos y lamentos de las batallas dadas, pues si tú caes tus enemigos te sobreviven. Sobrevivirán a tu muerte. Así ha sido la muerte de José Cuiña. Las fotos de su entierro son terribles para quien recuerda o conoce lo que ha ocurrido aquí en los últimos años, Cuiña se enfrentó a sus enemigos, fue derrotado y fue liquidado. El parlamentario que todavía pisaba nuestro Parlamento ya era un fantasma incómodo que cargaba culpas y sombras de otro tiempo.

Cuiña, como Otelo, era un intruso que había accedido a un mundo que lo rechazaba

Cuiña se enfrentó a la dirección del PP, a la madrileña calle Génova, en su ímpetu brutal y su soberbia llegó a humillar públicamente a Rajoy y, aprovechando las aguas revueltas que dejó el Prestige, fue finalmente eliminado de modo sumario. Que ahora los que lo liquidaron rodeen el féretro ocupando el espacio central del entierro es la peor pesadilla que podría soñar el fallecido, si los muertos soñasen. Si el muerto pudiese levantarse no sabemos lo que haría, pues era geniudo, pero está en el destino de quienes juegan en vida a ser figura pública el que sus restos acaben siendo llevados a hombros de sus enemigos, con cara compungida. En ese caso el entierro no pertenece al muerto, sino a sus enemigos. Es amarga la muerte, esa parte de la suerte, de los políticos y demás figuras públicas. Procuremos morir en privado y sin dar ocasión a espectáculo.

José Cuiña protagonizó una historia impetuosa de ascenso social que él siempre tuvo muy clara: el hijo del molinero que pudo ser presidente de Galicia. Una historia así se desarrolla bajo el signo de un ímpetu singular que se escenificó, en aquellos años en que Fraga aparentaba reinar cual patrón irónico y paternal. La llegada de Fraga a la Xunta le hizo ver que necesitaba una legitimidad para ocupar el cargo de presidente y descubrió el galleguismo que antes había perseguido, con inteligencia integró y compró literalmente medios de comunicación, galleguismo y galleguistas; tejió un discurso ideológico legitimador que desconcertaba en Madrid al búnker del que procedía.

En esos años en que Galicia estaba estrangulada desde dentro, campó aquí más que nunca un botafumeiro galleguero asfixiante, nunca tanto fueron invocados nuestros próceres galleguistas, se repartían medallas Castelao a puñados, a diestro y siniestro, sobre todo a muy diestros. Fue en ese marco de confusión ideológica en el que Cuiña cabalgó montado en su populismo al frente de las bases del partido de origen rural y popular en una lucha contra los dueños históricos de la derecha, la casta de señoritos franquistas. Cuiña hizo alardes de rudeza y capacidad de organización y movilización popular que arrinconaron a sus enemigos. Parecía que, con el consentimiento del patrón, había creado el PPdeG.

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Pero su sueño de reinar sólo se podría cumplir si Fraga abdicaba en él. O, simplemente, abdicaba. Y la historia demostró que Fraga no suelta el cargo, hay que arrebatárselo como hicieron aquellos jóvenes capitanes que se presentaron una mañana en el veraneo en Perbes para reclamar la sucesión para uno de ellos, aquel empleado de Hacienda con bigote. Por otro lado, el sueño político de Cuiña, un PP galleguista, llegado un punto en que tenía que elegir, forzó a Fraga, el fundador del PP, el servidor del Estado centralista y franquista, quien en la tesitura optó por ser desleal con los que le servían, pero consecuente con su biografía. El único engañado en aquella historia fue Cuiña, pues, como Otelo, era un intruso que había accedido a un mundo que lo rechazaba. Aquel mundo pertenecía a Mariano Rajoy y a Alberto Núñez Feijóo.

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