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Columna
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Plagios

Dicen que a Pablo Picasso no le cobraban los cheques. Su firma sobre cualquier papel bancario valía bastante más que el guarismo escrito y consignado. Suele suceder; a veces el nombre o el apellido del artista cotiza mejor que la obra misma. Quiero decir que dicha obra desprovista del valor añadido al nombre del artista sería considerada de muy diferente manera, a la baja, claro. El nombre, la firma, muchas veces, lo es todo. No es otro el sentido de los grafitos que el reconocimiento del valor de la firma. "Firmo luego existo"; como artista, se entiende. Otra cosa es que alguien suplantase la firma de Picasso e intentase cobrar cheque o talón bancario. Dan ganas.

Se le da demasiada importancia a la autoría intelectual. Un poeta amigo afirma que los libros deberían publicarse sin nombre del escritor. Él tiene en mucha estima el suyo, pues es de gran raigambre y tradición, pero opina que, en el terreno tan trillado de la literatura, todos deben algo a todos, se deben, aunque no lo quieran o no sepan reconocerlo, porque toda obra literaria, sea poema, cuento o novela, es, en el fondo, un molino que recoge vientos dispersos en otras latitudes, un amplificador de ecos que han viajado a través del espacio y yacen en el propio universo. Vamos, que nada es original. Borges pensaba lo mismo. "Lo que no es tradición es plagio", dijo él u otro anteriormente, que tampoco sé ni importa. En otras palabras, lo original es un plagio por descubrir. El problema no es la obra, sino el autor. Los seres humanos queremos asumir la paternidad de algo, aunque no estemos seguros de lo que ello significa. El nombre es casi nuestra única certeza; y no siempre. Hay fantasmas con catorce apellidos, a cada cual más largo, rimbombante y sonoro, y seres que se hacen llamar Nadie, o don Nadie, y tienen una vida interior y exterior bastante extensa, además de conversación interesante. El nombre no es portador de identidad. Al contrario, muchas veces sirve para ocultarla. Cuanto más nombre, o renombre, menos identidad.

Copiar, o plagiar, no es más difícil ahora, pero se hace más evidente con Internet
Copiamos y nos copiamos. Pero pocos lo reconocen. Lo original es un plagio por descubrir

La vida es copia, repetición de lo realizado anteriormente, con consciencia o inconsciencia. Los días se suceden, idénticos en su discurrir. Repetimos y nos repetimos en un mundo, que, por su parte, hace lo mismo. Si salimos a la calle, enseguida reconocemos en los objetos y vestidos que portan las personas con la que nos encontramos marcas que, por estar de moda, nos resultan familiares. Somos la marca que llevamos; somos de la tribu que lleva como estandarte lo que llevamos. Copiamos y nos copiamos. Pero pocos lo reconocen. Copiar es algo más instintivo de lo que se cree y más necesario de lo que parece. Gracias al arte de la copia, somos lo que somos. No es original la idea, pero pocas ideas son originales. Tal es el pensamiento general.

Cuando aparece alguna idea que parece original se desconfía, se la mantiene en cuarentena, y cuando forma parte de la cotidianidad cultural, porque la han copiado, plagiado o adaptado, entonces se la acepta, como subsidiaria. La copia ha sustituido al original, igual que la presentadora de la televisión ha ido arrinconando a la estrella de la radio. Al menos desde que existe un acceso general e internacional a ese almacén de datos, a esa particular biblioteca que se llama Internet. Copiar, o plagiar, no es más difícil ahora, pero se hace más evidente. Conozco a una persona que presentó como propia una tesis traducida del alemán, que a su vez lo había sido del sueco, la cual era, en definitiva, una adaptación de una obra menor de un pensador rumano. Consiguió su plaza en la universidad y es un reputado funcionario y un afamado investigador, cuando no debería pasar de ser un notable traductor.

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Es cierto que para quien tiene el vicio del plagio el ordenador es una mina. Lo que antes conllevaba un trabajo de amanuense y de peregrinaje por los pasillos de bibliotecas y centros especializados, hasta perder la vista, el olfato e incluso la razón, hoy en día es una tarea cómoda, limpia y sencilla. Pero existe su contrapunto. Rastrear textos ajenos intentando encontrar las posibles influencias o la más que segura repetición de tropos, metáforas o lugares, no es ya tarea detectivesca, digna de investigadores doctos o sesudos especialistas, sino que está casi al alcance de cualquiera. La máquina, en cuestión de segundos, nos da la solución buscada, y mil más.

Sirve, eso sí, para confirmarnos de que las palabras y las ideas se repiten, como el vestido, las marcas identitarias y los ademanes de la gente.

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