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Columna
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Dibujo del mar

El mar tiene cuerpo de agua y esqueleto de espuma. No se concibe San Sebastián sin su presencia benéfica y secular. "Palabras como rayos en el horizonte, palabras que nos hablan desde un profundo oscuro", que escribió el poeta Joaquín Gurruchaga en 1989. Quien quiera puede leerlas al entrar a la exposición titulada San Sebastián, ciudad marítima en el Museo Naval, cerca del Aquarium, a la orilla del mar portuario, quieto y estancado. Es una historia reciente sobre el pasado marítimo de la capital guipuzcoana. Gabriel Celaya, buena persona y mejor poeta, proclamaba que San Sebastián era una ciudad abierta. "Nuestra ciudad es nuestra. La hicimos como dicha". Su mirada, lenta, blanda y asombrada, iba hacia el mar y a sus latitudes líquidas, para fundirse y ser uno en él. "¡Ser mar! ¡Ser sólo mar! ¡Mar total en presente!". Tenía el mal del mar, melancolía líquida.

El mar es un secreto a voces, el escenario de la ciudad abierta hasta el alba para representar su comedia o su drama

El ser humano que ha dado nombre a todos los animales y los ha domesticado ha sido incapaz de imponerle totalmente su dominio. Si algo admiramos del mar es su primitiva obstinación en seguir siendo lo que es, légamo del sueño antiguo, transporte de ansias y deseos de lo infinito. El mar es cercano y lejano, a la vez. Quien se asome y mire en su interior verá lo que no quiere ver, un mundo de sombras y espectros, vagando sin orden ni armonía. Lo lejano nos asusta y nos atrae; lo cercano nos aburre. Tememos más a lo desconocido que a lo conocido, aunque sea éste mucho más peligroso y letal. Somos seres aéreos que buscamos lo imposible, porque lo posible nos quema con un fuego verde ramplón y sencillo, como de mechero regalado. Amamos lo absoluto y no lo concreto, porque nos limita, nos empequeñece, nos resta. Tendemos a escapar de la realidad y refugiarnos en cualquier quimera, en cualquier abrevadero de la mente, en cualquier despeñadero de la razón, en el lugar que no es. Nada tiene que ver con la utopía, sino con su deformación, con la atopía, en griego "lo extraño", "lo que carece de lugar". El mar, sin embargo, es una certeza.

"Giro la vuelta al mundo y al riego de mi sudor toda la tierra fecundo con la industria y el valor". Era el lema del Consulado de San Sebastián, en el siglo XVIII, organización no altruista creada para el fomento del comercio y de la industria. El mundo era una bola de cristal, por entonces y la ciudad un diamante en bruto, debido a la afluencia de productos varios desde lejanos rincones: La Habana, Manila, Caracas. Algo de ello queda, más en el recuerdo que en la costumbre del olvido, en el recuerdo que la costumbre del olvido no ha sido capaz de borrar, como borran las mareas los castillos de arena que los niños levantan en la lenta playa. "Berriro itzuliko balitz iragan denbora arrotza", si de nuevo volviese el pasado ajeno, canta Xavier Lete en una habanera. Iparragirre también cantaba habaneras. Pero el pasado ajeno no vuelve, somos nosotros los que nos empeñamos en viajar hasta sus fuentes. Y cuando llegamos, desistimos de volver, por lo que el presente que somos se convierte en el pasado que seremos.

Los barcos regresan a puerto, el mar nunca se va, porque nunca ha venido del todo. Está ahí, como todo lo que importa, aunque sea insignificante, una mirada de cariño, una palabra de aliento, el roce de un ala o de una mano, el compás del viento, el beso de unos labios llenos de salitre y humo, la marea de silencio, como le gustaba a Celaya, poeta del mar y de sus inmensidades. El arte de navegación es más que arte, es la consumación del regreso. En la citada exposición del Museo Naval se encuentra un libro con un título curioso: Libro de navegación, cosmografía y derroteros, publicado en 1675, con textos de Antonio Maria Carneiro y Andrés de Poza. Derrotero, carta de marear, palabras que actualmente mueven a risa, enterradas como están en diccionarios polvorientos. Pero un día fueron importantes para definir la travesía, los tiempos de duración estipulados para el viaje, porque viajar era como lanzar una moneda al aire, podía caer en cualquier parte. Viajar era confiar en el azar y su poder de seducción. Los mapas son imágenes del espacio, dibujos del mar y de la tierra. "El espacio es un ojo claro y abierto", escribió Celaya, con razón. En el mar no aparece el mar como es, sino como se lo imagina el cartógrafo. Los mapas antiguos tienen vida. Más allá de cierta prudente latitud habitan los monstruos, y ellos son dibujados según la ciencia del momento. Son dragones, grifos, sirenas, mitad humanos, mitad animales. Son híbridos y ambiguos; por ello infunden miedo. La pureza apenas estremece, es menos horrorosa.

San Sebastián, entre cielos y entre mares, dedicada hoy la contemplación de su propia belleza, fue en el siglo XVII importante puerto corsario. No nos olvidamos de Okendo, héroe mas no mártir, vencedor de estruendosas batallas navales. El marino tiene pesada estatua, así es la gloria, cerca de la ría, no lejos de la desembocadura, ni de ese símbolo icónico que es el Kursaal, que se asemeja a una nave a punto de partir hacia la postmodernidad procelosa, incierta y fugaz. Los héroes desentonan en el conjunto, siempre, la piedra llamada a ser eterna acaba cayendo en fragmentos. La decadencia es inevitable. Sólo el mar parece darse cuenta, desde su posición privilegiada, del devenir de los acontecimientos. "Esta ciudad no dada, sencillamente humana", cantaba Celaya. Pocos poetas han cantado con tanta intensidad y pasión a su ciudad y a todos sus rincones, a la naturaleza y a todas sus recreaciones, a la vida y a sus circunstancias, al amor y a la muerte, su espejo acuoso y turbio. Lo humano se resiste al expolio de lo humano, a la primacía del objeto sobre el sujeto.

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El mar es también una reliquia, un monedero, una postal enviada al extranjero. El mar es un domesticador de miradas y de almas. El mar es un secreto a voces, el escenario de la ciudad abierta hasta el alba para representar su comedia o su drama.

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