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¿Quién teme al Savater feroz?

Para discrepar de Fernando Savater hay que apretarse los machos dialécticos. Pero no es menos embarazoso coincidir, pues la actividad del pensador donostiarra ha trascendido de la pura especulación filosófica al terreno de la más comprometida acción, lo cual convierte la afinidad intelectual con su figura y su obra en una suerte de militancia, seguramente a su pesar, y eso compromete. Savater, desde sus primeras obras, tiene tantos lectores como adeptos. Ocurre, no obstante, que el terreno que pisa no es precisamente una travesura del tipo nouveau philosophe, sino una primera línea de fuego en el sentido más tenebroso de la palabra. La placentera autoafirmación en nuestros principios que experimentamos cuando leemos una de sus invectivas contra la sinrazón terrorista y su espesa urdimbre de complicidades nos hace olvidar que es él quien está subido en el ring librando el combate; por eso siempre nos sentiremos en deuda con el tipo que nos ha proporcionado tantas y tan agradables veladas. No me extrañaría, pues, que ahora que junto a Rosa Díez y Carlos Martínez Gorriarán ha dado el paso de irrumpir en la escena política, Savater pida a sus adeptos de silla de pista un poco menos de "nihilismo" y un poco más de "acción".

En un reciente artículo de Javier Pradera -Oferta y demanda, EL PAÍS, 13-IX-2007- el autor aludía a dos aspectos de gran calado en relación con el lanzamiento del nuevo partido político promovido por los mencionados, Unidad, Progreso y Democracia (UPD). El primero es que, si bien la nueva formación tiene sus raíces en el movimiento ciudadano ¡Basta Ya! contra el terrorismo de ETA, ha acabado por germinar en una alternativa en toda regla a la perversión estructural de nuestro sistema bipartidista, sin olvidar a los nacionalismos periféricos, tan numéricamente minoritarios como políticamente decisivos. Esos partidos a los que tanta gente se aproximó en la confianza de encontrar en su seno espacios para la ilusionada acción cívica han degenerado hoy en organismos regidos por la burocracia y el recelo, cuya actividad no viene determinada por la fructífera proyección de una ideología sino por la simple perpetuación de unas estructuras de poder que las convierten en mecanismos de producción en sí mismos, haciendo de las elecciones unos macroexpedientes de regulación de empleo. Hubo un tiempo, ya lejano, en el que la fragilidad de nuestra democracia aconsejaba no cuestionarse sus defectos, pues detrás de cada crítica a sus imperfecciones podía agazaparse el peligro de una involución, auspiciada por unos nostálgicos de épocas pasadas que, no olvidemos, se habían integrado en el nuevo sistema a regañadientes. Pero, pasado el tiempo y el riesgo, deberíamos poder proclamar nuestro hartazgo de este simulacro de política que dirime intereses endogámicos bajo la forma de intereses generales, aunque me parece que estar libre de toda sospecha involutiva no es suficiente para resguardar a quien así opine de las feroces críticas como las que, por lo pronto, ya han recibido los promotores del nuevo partido.

Porque esto nos lleva a la segunda cuestión planteada por Javier Pradera, que alude a una paradoja difícil de solventar, invocando, para ilustrarla, la supuesta esterilidad de Ciutadans en las elecciones catalanas del pasado 1 de noviembre de 2006. La tesis implícita es que estas aventuras de "descontentos" provocan rotos en los partidos mayoritarios que siempre favorecen al contrario, se mire del lado que se mire. Planea aquí la sombra de Ralph Nader, a cuya testimonial candidatura los demócratas americanos imputan la derrota de Al Gore frente a Bush en las fraudulentas elecciones de 2000. Pero es sintomático que estemos más interesados en saber a qué partidos restan votos estas iniciativas que en indagar las razones por las que surgen, de por qué unas personalidades como las que integran la UPD se sienten centrifugadas del sistema, pasando de héroes de la conciencia social a villanos de la política activa. Podríamos pensar que, dado el férreo monolitismo del sistema actual y la muy imperfecta Ley D'Hont, un partido político como la UPD sólo tuviera futuro encontrando un resquicio donde colarse como bisagra, pero -y he ahí la paradoja- es naciendo con vocación de bisagra como precisamente no tendría futuro político. Podríamos pensar que, en este clima de pensamiento débil que ha sustituido al del pensamiento único, lo más valioso de Savater durante estos últimos años haya sido su audaz, vigoroso y libre ejercicio de reflexión intelectual y moral, sin temor a los sicarios y comisarios políticos que le acechan a la vuelta de la esquina. Podríamos pensar que es ahí, en ese terreno, donde el filósofo debiera quedarse, pues la política, aun la más eficaz y celebrada, tiene a veces razones que la ética no entiende y el más valorado de los políticos que se nos pueda venir a la cabeza guarda algún cadáver en el armario sin que su tufo empañe su biografía. Podríamos, en suma, llegar a la triste conclusión de que el ineluctable destino de la Política es degradarse en política cuando lo real contamina los principios, en vez de ser éstos los que enaltezcan lo real.

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Evidentemente, ni Savater, ni Díez ni Gorriarán tienen el monopolio de la decencia ni es su actitud la de unos salvapatrias iluminados. En el fondo, y no es poco, son ellos los que aportan ese chorro de aire fresco que los críticos internos de los partidos dicen necesitar en sus casas mal ventiladas, aunque a la hora de la verdad siempre se resistan a abrir las ventanas, no sea que el ambiente de la calle -de ese clamoroso ambiente de la calle- afecte al espíritu del grupo, como dicen que ocurre cuando les da la luz a algunas momias egipcias. No aventuremos resultados, pero probablemente los miembros de la UPD paguen la osadía de decir en público lo que tantos piensan en privado con un estrépito de desdenes, y el estigma del fracaso, el único pecado censurable en política, se encargará de recalificar a posteriori como una aventura ingenua y alocada lo que pudo nacer desde una irreprochable vocación de servicio y una legítima opción ideológica. En cualquier caso, la irrupción de UPD, en el desolador panorama político, tiene el inmenso "valor de educar", lo que le convierte en el único partido que ya ha ganado antes de competir. Y en último término sigue quedando la única instancia participativa que aún permanece inmaculada: la inviolable intimidad de las urnas. Llegamos a ellas condicionados, sí, por los medios, por nuestro estómago y por nuestras filias y fobias más o menos irracionales. Pero también es posible que el secreto del sobre que encierra el voto y el enfrentamiento a solas con nuestra conciencia despierten en algún rincón de nuestro ser un destello de esa sinceridad y de valor que nos permita ser auténticos, ahora que no se va a enterar nadie.

Salvador Moreno Peralta es arquitecto.

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