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Europa, todos al tren

El consenso alcanzado por el Consejo Europeo en la madrugada del sábado 23 de junio pone fin a dos años de parálisis e incertidumbre. Para los que durante ese tiempo han proclamado día tras día la muerte de la Constitución Europea, el acuerdo tiene que haber resultado una desagradable sorpresa.

En primer lugar, se ha mantenido en su práctica totalidad todo lo acordado por la Convención en 2003 y endosado por la Conferencia Intergubernamental en 2004. Pero no sólo se salva toda la parte primera del Tratado Constitucional, sino también las innovaciones contenidas en su parte tercera referidas a las políticas de la Unión, con especial atención a la política exterior y de seguridad y la cooperación en materia policial y judicial. Es más, en línea con lo demandado por los gobiernos más europeístas, se ha aprovechado la ocasión para mejorar el Tratado Constitucional en cuanto a la política energética y la lucha contra el cambio climático. Además, la Carta de Derechos Fundamentales mantiene su carácter jurídicamente vinculante, aunque se incluya solamente en los nuevos Tratados con una referencia cruzada y el Reino Unido se autoexcluya parcialmente de su aplicación. Por tanto, con el paquete institucional originalmente pactado en 2003-2004 preservado en su integridad, la Unión Europea funcionará de forma más eficaz, más democrática y más simple para dar respuesta a las preocupaciones de sus ciudadanos.

Como es habitual, sin embargo, un acuerdo europeo tiene que ser agridulce para ser tal. Nadie puede negar que los sacrificios que ha habido que hacer con tal de lograr salvar la sustancia de la Constitución Europea producen una perplejidad total. Que para lograr este acuerdo haya que haber mutilado todas las reminiscencias constitucionales y otros símbolos que pudieran siquiera levemente apuntar a unas supuestas (pero falsas) ambiciones estatales de la UE, puede llegar a entenderse. Pero que, en su empeño por evitar un referéndum, algunos gobiernos necesiten, entre otras cosas, ocultar la primacía del derecho comunitario, esconder el objetivo de la libre competencia, eliminar el nombre de ministro de Exteriores o camuflar bajo la denominación de reglamento lo que, en definitivas cuentas, es una ley, provoca verdadero sonrojo cívico y político.

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A primera vista, uno tendería a pensar "allá ellos con sus electorados". Sin embargo, después de haber sufrido dos años de bloqueo, atribuibles en gran parte a la falta de liderazgo en los siete países que se han mostrado incapaces de ratificar la Constitución Europea, nada de lo que ocurra en las esferas nacionales nos debería ser ajeno. Lamentablemente, además, los líderes europeos se han olvidado, otra vez, de acordar un Plan B para el caso de que la ratificación fracase en algún Estado miembro (cuando sabemos de antemano que habrá referéndum en un mínimo de dos Estados, Irlanda y Dinamarca, sin descartar que las presiones fuercen su convocatoria en algún otro Estado miembro). Por tanto, visto lo visto, y con un procedimiento marcado por la unanimidad, no se debería celebrar el rescate del Tratado Constitucional hasta que no se deposite el último instrumento de ratificación.

Mirando hacia delante, es indudable que el acuerdo del sábado 23 representa el primer éxito palpable de una nueva generación de líderes (Merkel, Sarkozy y Zapatero). La canciller alemana prometió salvar la "sustancia" de la Constitución Europea y ha cumplido; Sarkozy, que comenzó proponiendo un mini-Tratado de contenido muy preocupante, ha finalizado por aliarse incondicionalmente con los países del sí; y Zapatero, cuyo giro hacia Europa topó con las ruinas del liderazgo Chirac-Schröder, se ha visto por fin admitido en el selecto club de los que lideran la Unión Europea.

El Gobierno español, que hace seis meses era denostado por su iniciativa de convocar en Madrid a los "amigos de la Constitución", no sólo ha logrado sus objetivos, sino que ha logrado una excelente sintonía con Sarkozy que deberá rendir frutos en el futuro más inmediato.

Si este nuevo acuerdo entra en vigor, como está previsto, coincidiendo con las elecciones europeas de 2009, el horizonte será idóneo para continuar avanzando en el proceso de integración europea. ¿Cómo?

En primer lugar, desarrollando las previsiones establecidas en el Tratado Constitucional, que se repartirán entre dos Tratados (el Tratado de la Unión Europea y un nuevo Tratado sobre el Funcionamiento de la Unión). La Unión Europea que salga de la próxima legislatura tendrá una voz más visible, eficaz y coherente en el mundo, una capacidad legislativa acentuada en numerosísimas materias cruciales para la ciudadanía europea y unos procedimientos mucho más abiertos, democráticos y transparentes.

La tarea, por tanto, debe ser ahora la de recuperar el tiempo perdido durante estos años de parálisis y llevar a cabo los objetivos que la UE lleva persiguiendo desde la Declaración de Laeken. Pero la tarea europea no debería agotarse en mejorar hacia adentro y hacia fuera lo existente. Aunque la sensación dominante estos días sea la del alivio ante el más que evidente riesgo de retroceso que hemos vivido, la unión política sigue siendo un objetivo no sólo legítimo, sino necesario. Por más que las actitudes de algunos hayan puesto de manifiesto estos días lo alejados que están de compartir la misma visión sobre el futuro de la UE, seguramente somos mayoría cualificada -nunca mejor dicho- los que pensamos que la estrechez de miras y la pequeñez del horizonte de algunos no nos exime a los demás de seguir pensando que en el mundo que se nos viene encima en las próximas décadas, con sus enormes desafíos políticos, demográficos, económicos y científicos, Europa estará unida de verdad o simplemente no estará.

Carlos Carnero es eurodiputado y miembro de la presidencia del Partido Socialista Europeo y José Ignacio Torreblanca, profesor de Ciencia Política en la UNED e investigador principal para Europa en el Real Instituto Elcano.

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