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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La violencia del violeta

Lejos de las fanfarrias de la actualidad, Simon Edmonson (Londres, 1955), artista que reside en Madrid desde 1991, aunque exhiba indistintamente su obra dentro y fuera de nuestro país, es un pintor de la mejor cepa moderna británica, dentro, en parte, de esa corriente que se ha dado en llamar Escuela de Londres, donde se han fraguado trayectorias importantes a la sombra de Francis Bacon. Lo que esta adscripción significa para Edmonson es, sobre todo, que la imaginería elegiaca de sus cuadros palpita con un latido pictoricista; esto es: con matérica sensualidad y con un juego de luces muy dramático y suntuoso. Por lo demás, su composición suele estar cortada por el patrón escenográfico de una arquitectura monumental arruinada, como los restos de un glorioso pasado indeclinablemente perdido, pero cuya huella se resiste a desaparecer. En medio de este imponente teatro de escombros, hay algunos visajes figurativos, a través de los cuales se revela la fatigada indolencia de ciertos personajes que administran vicariamente un poder, él mismo ostentosamente declinante.

SIMON EDMONSON

'Violet Light'

Galería Álvaro Alcázar

Hermosilla, 58, Madrid

Hasta el 12 de junio

Quizá sea útil rememorar el pathos y el pensamiento con que Edmonson urde la trama figurativa de sus cuadros, pero no tanto para así mejor comprender el sentimiento crítico de su autor, sino, principalmente, el de su factura pictórica, que es rica, compleja, honda y refinadísima. Apela, en la presente exposición madrileña, la sexta, creo, de las que ha exhibido en nuestra ciudad durante los tres lustros de su residencia española, a la "luz violeta", ese tono, en principio, como un morado claro, muy presto a variaciones según se administre la luz. Es lo que ocurre con un cuadro impresionante de la muestra, que se titula precisamente Violet Light (2004-2007), que es como un torbellino, cuyo fuste o meollo carmesí se expande en ondas de morados cada vez más tenues.

En éste, y en algunos otros

cuadros, estas explosiones de fulgor violeta abren la herida de parajes macilentos, de sutiles tonalidades grises, amarillas, verduzcas, pardas, azulencas, pero quedando siempre claro que el protagonismo aquí siempre lo tiene la luz, que muchas veces es la contraluz de reverberante brillo en cegadora sordina. La poderosa vida de la luz es la que imprime el sello de dinámico dramatismo a los cuadros de Edmonson, que no necesitan la presencia de ningún personaje para estar habitados por una inquietante agitación. Su pintura es, por tanto, en efecto, de muy impactante calidad y hermosura, pero sin caer nunca en lo decorativo, ni en los remilgos del que se recrea en el oficio; su composición es, asimismo, muy teatral, pero jamás retórica. Edmonson es, en fin, uno de esos raros pintores que respetan y aman los pintores, lo cual eleva su importancia al cuadrado. Por si fuera poco, cada vez se hace más profundo e interesante.

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