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La dignidad de las instituciones del Estado

La primera institución española a conservar es la Nación que, en democracia, no es sino la voluntad renovada constitucionalmente de vivir juntos. Ésta es la máxima institución colectiva a mantener y, para ello, es preciso revivir lo antes posible en España la concordia y la convivencia civil. Es decir, no seguir malbaratando tiempo y energías en guerras "preciviles", incruentas, pero efectivas; indignas, en cualquier caso, en relación con la excelencia y respeto democráticos que debieran merecernos a todos las instituciones del Estado.

Los partidos políticos, cuando los electores los sitúan en la oposición, deben aspirar al triunfo electoral; esto es un hecho indubitable para mi ex partido, el Partido Popular. Y es lógico que emplee todas sus armas dialécticas, ideológicas y programáticas en conseguirlo. Ahora bien, quisiera realizar una sucinta reflexión al respecto. Lo único que lo justifica todo, lo que incluso está muy por encima del triunfo de un partido concreto en democracia, es el interés nacional, su supremacía, la supervivencia libre de su entramado institucional y colectivo que nunca, jamás, bajo ningún supuesto partidario o político de escaso vuelo y menor valor, puede ser utilizado políticamente contra el Gobierno legítimo y, lo que es peor, contra la Nación de todos.

Así pues, el interés nacional de los españoles (cuyo máximo exponente es la continuidad constitucional), el normal desarrollo del ejercicio de las competencias legítimas del conjunto de las instituciones del Estado (poderes ejecutivo y legislativo, poder judicial, con especial acento en la independencia del fiscal general del Estado, del Tribunal Supremo, del Tribunal Constitucional), es una prioridad para la dignidad de esas mismas instituciones. Y nadie, ni el Gobierno ni la oposición, puede "jugar" alegremente con ellas situando sus intereses partidistas por encima del interés general del Estado y la consistencia de la Nación. De modo que la exigencia según la cual el buen funcionamiento de las instituciones constitucionales es un interés prioritario del Estado mismo, debería ser un axioma insoslayable para todos.

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No se puede estar a cualquier precio en cualquier sitio para cosa alguna. Este argumento es el primero que debiera diferenciar al político del mero "carguista". Por esa razón, que es fácilmente comprensible para cualquiera que no anteponga sus anteojeras ideológicas al bien general del Estado, no todo vale para ganar. Y menos que nada la deslegitimación diaria de la acción del Gobierno y el intento de instrumentar partidariamente las instituciones de todos, las instituciones constitucionales.

No se puede buscar el triunfo electoral postergando el interés nacional, erosionando, para ello, al Estado o faltando gravemente a la verdad ante los españoles en asuntos capitales. Yo no digo que todo esto suceda a diario, pero sí afirmo que el principal partido de la oposición parlamentaria, el Partido Popular, ha actuado así en innumerables ocasiones, cometiendo a mi juicio dos graves errores. El primero, la propia desconsideración democrática consigo mismo al situarse en posiciones "apolíticas" impropias de una formación como la suya; el segundo, sometiendo a instituciones capitales del Estado (que son patrimonio de todos los españoles) a una furibunda lucha por su control político que, en momentos delicados, ha derivado en un claro intento de desprestigio de su labor y excelencia.

Véase, con respecto al terrorismo, la utilización de la Audiencia Nacional y del propio Tribunal Supremo. O el intento de acotar al corral de sus intereses palmarios la propia estructura de jueces del Tribunal Constitucional ante el recurso de inconstitucionalidad presentado en su día por el Partido Popular frente al Estatuto catalán. Esas actitudes, especialmente la referida a la utilización electoral de la lucha antiterrorista, son un caso inédito en la democracia española.

Jamás el partido de la principal oposición parlamentaria al Gobierno legítimo de la Nación se había comportado con tamaña deslealtad institucional en la historia de nuestra democracia. Ello sucede porque el Partido Popular no ha querido entender, y sigue sin querer hacerlo, que en democracia hay destellos de verdad en cualquier formación política, incluso en el Gobierno.

Por ello, estoy cada día más convencido de la necesidad de recuperar en España el diálogo político sobre los grandes asuntos del Estado: la permanencia y mejor funcionamiento de nuestras instituciones constitucionales; la necesidad de que nadie pretenda "politizar" impunemente su funcionamiento, precisamente porque emana de la propia Constitución, y ello supone aceptar las reglas del juego y mantenerlas.

No puede ser que en nuestro país se tienda a confundir ideología con servidumbre y subordinación de una institución a otra del Estado. Ni que se malinterprete la independencia del poder judicial, como si éste fuera un elemento ajeno o antisistema incrustado en otro que es el Estado.

No; los poderes del Estado democrático son comunes, ordenados y reglados según sus propios fines y objetivos definidos en el ordenamiento constitucional. Y esta realidad vale para el Gobierno legítimo de España y debiera servir, sobre todo, para la oposición mayoritaria en el Congreso y el Senado en este momento, es decir, el Partido Popular.

Porque lo más importante que tenemos hoy entre las manos los españoles es la permanencia del Estado y la mejora excelente de las instituciones constitucionales.

Joaquín Calomarde es diputado al Congreso por Valencia, adscrito al Grupo Mixto.

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