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Reportaje:

De la pantalla al museo

Anatxu Zabalbeascoa

Una mujer desnuda repasa su pelo negro con un peine y un cepillo a la vez. Se peina. Se peina. Pasan los minutos y comienza a cepillarse con más fuerza. Más rápido. Se recoge el pelo con las manos. Se lo suelta. Vuelve a cepillárselo. De vez en cuando, con rabia, exclama: "Art must be beautiful. I must be beautiful!" ("¡El arte debe ser bello. Yo debo ser bella!"). Y continúa peinándose durante algo más de quince minutos. Luego el vídeo vuelve a comenzar.

La mujer de la pantalla, la artista serbia Marina Abramovic, se grabó a sí misma en 1975. Con sus obras hacía públicas las cuestiones que preocupaban a la mayoría de las mujeres. Y eligió el medio audiovisual para ser escuchada, observada, para llegar a más gente.

Cuando Abramovic empezó a cepillar sus cabellos, el videoarte tenía ya 10 años de vida. Ahora, tras cuatro décadas de su irrupción en la historia, las reivindicaciones son otras. Aunque desde hace 10 años sea el medio del presente. Perdido el miedo a la tecnificación del arte y con un acceso fácil a la tecnología digital, el vídeo ha conseguido instalarse en los museos sin perder su aire transgresor.

En muchos de los estudios de los artistas, los antiguos lienzos son hoy pantallas de televisión. Y aunque un nuevo arte, el digital, amenaza con desbancarlo y empujarlo fuera del podio, el vídeo sigue siendo emergente. Joven. Escapa de clasificaciones. No hay consenso ni para el nombre de la videocreación, el arte del vídeo o el videoarte. ¿Qué ocurrió para que una tecnología acabara convirtiéndose en materia museística?

El coreano Nam June Paik (1932-2006), patriarca que comparte tradicionalmente la paternidad del medio con el alemán Wolf Vostell (1932-1998), declaró que el videoarte constituía la única puerta que la negación conceptual de Marcel Duchamp había dejado abierta. Y se convirtió en videoartista.

Corría el año 1965 cuando Paik se hizo con uno de los primeros equipos Sony Portapak que vendían en Nueva York. Salió a la calle y, desde un taxi, dirigió su cámara hacia la comitiva papal que llegaba por la Quinta Avenida. ¿Qué convirtió en artística aquella grabación? En parte, el momento en que Paik grabó el coche del Papa.

Las líneas del arte se habían ampliado tanto entonces que ya no quedaban límites que rebasar. La televisión, aparecida en 1953, era el centro de la vida. Y si el arte traspasaba la frontera de lo privado y llegaba a lo cotidiano, si quería salir del museo para alcanzar el interior de los hogares, todo indicaba que la mejor vía para hacerlo era a través de la televisión.

Wolf Vostell declaró al aparato de televisión como la escultura del siglo XX; Paik sentenció la muerte de la tela y el bastidor. El alemán empotró un televisor en el asiento de un sillón y sacó de los brazos y el respaldo cuchillos para quien se acercase a él (New York Stuhl, de 1976); el coreano, tras declarar la guerra a la televisión -"que había atacado todo en nuestra vida"-, concibió la instalación, o escultura en vídeo, Superautopista electrónica: Bill Clinton me robó la idea, como entrada en la Bienal de Venecia de 1993. De lo que estos dos artistas estaban convencidos es de que un nuevo arte comenzaba con ellos.

Muchos críticos que consideraron entonces la televisión como la reina de la casa y del ocio ciudadano dieron la espalda a este nuevo medio de expresión. Pero creadores como Paik y Vostell dieron la vuelta a ese rechazo. Ellos sostenían que la crítica debía participar precisamente del lenguaje de la sociedad para hacerse escuchar.

Lo que convirtió en arte las imágenes de Paik fue, en primer lugar, él mismo. Él era un artista, y lo que hace un artista es arte. Pura lógica. En segundo lugar, algo intangible concedía categoría artística a las imágenes. Como en el arte más sublime: una clara -al menos entonces- voluntad de no ser comercial y sí conformar una expresión personal. La historia recoge aquel momento como el día en que los tubos de rayos catódicos reemplazaron al lienzo.

A Paik pronto le siguieron otros artistas. La mayoría, grabando sus actuaciones públicas o privadas. Bruce Nauman trató su cuerpo como un material escultórico en vídeos como Pateando en el estudio o Saltando en un rincón, ambos de los años setenta, en los que hacía, literalmente, lo que explican los títulos. Y Joan Jonas filmó sus performances "metiéndose en el vídeo como quien entra en un espacio".

El vídeo era entonces relativamente accesible. E instantáneo. Los trabajos de muchos videoartistas eran muy personales, pero sus historias trascendían lo íntimo para convertirse en espejo de una caótica sociedad que ya había superado la posguerra mundial y podía buscar otros frentes de batalla.

Se respiraba el cambio. Y para el arte, el vídeo era el camino del cambio. Cualquier camino podía conducir al arte. Incluso Richard Serra, famoso por sus mastodónticas esculturas de acero, probó suerte con la cámara. Y firmó, en 1973, una obra en la que un texto criticaba la comercialidad de la televisión a través de la pantalla.

Por descontado, Andy Warhol también se hizo con un Sony Portapak para grabar la vida en su Factory, de donde salían cuadros sobre políticos y actrices famosas o series de detergentes o accidentes mortales extraídos de la publicidad o los noticiarios. Todo salía de la televisión.

La voz crítica de Vito Acconci señaló la distancia entre la intimidad que proponía esa televisión y la distancia que la separaba de la realidad. El artista italoamericano consideró así que el videoarte podía convertirse en un último intento del arte norteamericano por retener su hegemonía. Y sólo una sociedad pudiente como la estadounidense podía tener acceso a esa tecnología en los años ochenta.

Las primeras disquisiciones del nuevo medio fueron más conceptuales (¿qué convertía una grabación en arte?) o tecnológicas (¿cómo manipular la imagen electrónica?) que artísticas. El coreano Paik, por ejemplo, ideó con el ingeniero Shuya Abe un sintetizador para el coloreado y la manipulación de imágenes.

Muy pronto, el campo evolucionó. De reaccionar frente a la comercialización de la televisión se pasó a explorar las posibilidades del medio. Así, los años ochenta fueron los del asentamiento del videoarte. Y cuajó de nuevo en los noventa por su poder catalizador de reivindicaciones.

Al papel de la mujer, que lo catapultó en sus inicios, le siguieron debates pendientes como la identidad sexual, las cuestiones raciales o las nuevas denuncias políticas. La serie Plaza de Tiananmen, que filmaron Shi Jian y Chen Jue en 1989, fue prohibida por el Gobierno chino. Pero pudo verse años después, en 1997, en el MoMA de Nueva York.

Cámara lenta. Una mujer saluda a otra. La alegría del encuentro no está expresada en una sonrisa. Pero se siente. Una tercera mujer observa la escena. Desconfía, por la expresión de sus ojos. Las imágenes corresponden a The greeting, un vídeo que Bill Viola filmó en 1995. Lo que le interesaba, dice el artista, era representar lo invisible. En sus últimos trabajos se ha inspirado en retazos religiosos del Renacimiento y el barroco para crear verdaderos cuadros vivientes.

Normalizado como medio de expresión artística, el videoarte dejó espacio a las individualidades. Emergieron entonces algunos de los más reconocidos videoartistas actuales. Entre ellos, Viola, que con la imagen en movimiento ha logrado retratar sentimientos como la caridad, la rabia o la angustia.

También la cubana Ana Mendieta se buscó en la tierra y en la pantalla hasta el día de 1984 en que murió en Nueva York. Muchas obras en vídeo atestiguan esa búsqueda personal. Sus primeros trabajos surgieron en los setenta, cuando las mujeres tenían mucho terreno por recorrer.

En ese contexto, Mendieta indagó sobre su identidad. Se grabó constantemente. Con frecuencia, herida, dejando una huella en el barro o en la arena, marcando un rastro de sangre. A los 37 años dejó una huella de sangre en el asfalto de Manhattan tras caer desde el piso 34º de un rascacielos, en un episodio cruel, discutido y todavía no aclarado del arte reciente.

Pero los discursos corporales no fueron ni siquiera terreno exclusivo de las mujeres. El norteamericano Chris Burden, sin ir más lejos, documentó en vídeo peligrosas performances como Disparo, en la que se hería un brazo con una bala. ¿Qué queda por decir hoy con un medio tan combativo como fortalecido en una época que preside la hegemonía de la imagen en movimiento?

Entre las últimas propuestas, mujeres artistas, como la suiza Pipilotti Rist, han recuperado esa búsqueda a la manera clásica del primer videoarte. Rist bailaba frente a la cámara repitiendo No soy una chica que se pierda muchas cosas, un trabajo de 1986. Casi una década después, el británico Sam Taylor-Wood también baila frenéticamente con un fondo musical clásico en la obra Brontosaurio, de 1995.

La iraní Shirin Neshat, por su parte, comparó el canto público de los hombres con el íntimo y solitario de las mujeres de su país para hablar de las desigualdades desde un ángulo que no prejuzga ni sostiene que una opción sea mejor que la otra. A su vez, la palestina Mona Hatoum introdujo en su tubo digestivo una cámara para mostrarse, literalmente, por dentro a través de sus órganos internos.

Con el apogeo del videoarte, las grabaciones pasaron a proyectarse en los museos. Rosemarie Trockel reivindicó así lo que pasa habitualmente inadvertido en obras en las que grababa a niños jugando. Y también la australiana Tracey Moffat dio otra vuelta de tuerca a los roles tradicionales cuando convirtió a la mujer en voyeur contemplando los cuerpos de unos surfistas.

Otra británica, Gillian Wearing, abrió la pantalla a los espectadores, cediéndoles la atención del público en una obra titulada Confess all on video. Don’t worry you will be in desguise. Intrigued? Call Gillian. Las confesiones inconfesables de los espectadores se convertían allí en protagonistas.

De los inicios de esta disciplina artística en España se hace ahora eco el Museo Reina Sofía con su primera retrospectiva dedicada al género. La muestra Primera generación: arte e imagen en movimiento, cuya comisaria es Berta Sichel, explica los difíciles inicios del medio y se cierra en 1986, año de su normalización. En esa cronología caben creadores como Antoni Muntadas (Barcelona, 1942), que rehúye el término pionero, aunque lo fue en España junto a artistas como Eugènia Balcells.

Muntadas eligió el vídeo a la manera tradicional: al principio, como registro de sus acciones; después como contrainformación frente a la televisión. Dos generaciones después, los trabajos de Cabello / Carceller -Helena Cabello (París, 1963) y Ana Carceller (Madrid, 1962)- quieren dar voz a "voces que la historia ha silenciado".

Y tienen el aire reivindicativo de los que iniciaron la historia del videoarte, aunque ellas hacen autocrítica: "La reivindicación política es más una cuestión de voluntad que de medios. El vídeo es un medio relativamente nuevo, utilizado por artistas con posicionamientos muy dispares". Ellas sostienen que el vídeo puede dar vida a un cuadro, como han hecho en Ejercicios de poder, "que podría ser un híbrido entre Vermeer y Friedrich".

Antoni Abad (Lleida, 1956), uno de los más premiados en los últimos años, emplea este medio desde hace una década. Cuando llegó al Banff Centre for the Arts de Canadá, Abad trabajaba con esculturas secuenciales y decidió grabar el proceso de una de esas acciones. "Llegué allí con herramientas para las esculturas de entonces y salí con cintas de vídeo bajo el brazo".

Sea por la voluntad de recuperar el liderazgo artístico que Acconci presagió en los ochenta o por el fácil acceso a la tecnología que alaba Abad, Estados Unidos es un lugar clave en la historia de los videocreadores españoles.

A Muntadas, afincado en Nueva York desde hace años, se ha sumado en la misma ciudad Sergio Prego (San Sebastián, 1969). Para él, la clave del medio es una paradoja: "Ocultar el procedimiento por el que se construye la imagen hace que lo representado se confunda con la realidad". La misma opinión comparte Mabel Palacín (Barcelona, 1964). Pero, además de la imagen, ella defiende el sonido: "Se convierte en una grabación paralela. Incluso si no hay sonido, el sonido está presente".

La música es también, finalmente, un elemento clave en las obras de Carles Congost (Olot, 1970), uno de los emergentes españoles. El grupo Astrud puso fondo musical a su vídeo Un mystique determinado, parodia de la súbita vocación de un adolescente que cambia el fútbol por el videoarte. Tras la autocrítica del medio se cebaba con los artistas iluminados y con los críticos.

La frase que cierra el montaje de la exposición en el Reina Sofía -“la vida no tiene botón de rebobinado”- apunta a lo mejor y a lo peor de este medio: su capacidad conmovedora, el efecto de verosimilitud que despierta en el espectador.

Cuando la imagen en movimiento forma parte de la información más cotidiana, ante esas imágenes apreciamos hoy un montaje antes que un testimonio. Entre esos dos polos se mueve este nuevo y viejo medio artístico, que retrata, seguramente como ningún otro, el tiempo paradójico en el que vivimos.

Sergio Prego: el ilusionista

A Prego le interesa el cruce de miradas: el mapa que se obtiene de las visiones múltiples, las cámaras cruzadas, los exámenes enfrentados. Como videoartista, se siente cercano a un escultor. Analiza los juegos espaciales, la manipulación del espacio, que también ha investigado en la pintura -con el cubismo, por ejemplo-.En la videoinstalación Yesland I'm here to stay (montada en la Sala Montcada de Barcelona, en 2001) trataba el espacio como un lugar transitable en sus tres dimensiones. Varias cámaras y cuatro paredes, que cambiaban su posición en un cubo móvil, conseguían ese efecto distorsionador. Prego caminaba por las paredes y por el techo con la misma tranquilidad como podría hacerlo por el suelo."El uso de tecnología contemporánea permite procesar más rápido la información, aunque puede resultar más difícil de descifrar. Sin embargo, ese mismo hermetismo hace que lo representado se confunda con la realidad", explica. Vive en Nueva York y expone en la galería Soledad Lorenzo de Madrid.

Cabello / Carceller: un dúo dinámico

"Se puede ser radical con un lápiz y conservador con una MiniDV. Cuando utilizamos otros medios, como el dibujo o la fotografía, nuestro discurso sigue siendo igualmente alternativo; el problema no está en la forma, sino en el fondo". Helena Cabello y Ana Carceller han traspasado las fronteras de la creación. Son comisarias (Zona F en EACC de Castellón, 2000), críticas de arte, profesoras en la Universidad Europea de Madrid y artistas.Creen que debe evitarse en los trabajos artísticos la revelación de una determinada identidad de género, marcada por normas y convenciones. Son autoras de numerosos autorretratos ambiguos, como Autorretrato como fuente (2001), donde aparecen de espaldas en unos urinarios masculinos."En sociedades abiertamente hostiles hacia todos aquellos que no encajamos en lo correcto, la construcción de un lugar real o mental con grados aceptables de libertad se convierte en una conquista imprescindible". trabajan con las galerías Elba Benítez (Madrid) y Joan Prats (Barcelona).

Antoni Abad: el más galardonado

Abad piensa que "ciertas experiencias se pueden plasmar mejor en una escultura que mediante un complejo dispositivo de realidad virtual. Y al revés". Abad, que estudió historia del arte en Barcelona, ha ensayado numerosos campos de la plástica.En Sísif, un hombre desnudo aparecía en una pantalla estirando de una cuerda en una sala del Museu d’Art Contemporani de Barcelona; mientras, en el Museo Wellington de Nueva Zelanda, otro hombre desnudo tiraba del otro extremo de la cuerda que atravesaba el mundo. Su obra 1.000.000 recibió el Premio Arco Electrónica en 1999 y la adquirió la Fundación Sanitas.Fue la primera obra de net.art vendida en España. Recientemente ha ganado el Premio Golden Nica en la última edición de los Premios Ars Electrónica de Linz (Austria). www.zexe.net. aglutina la información que envían taxistas, prostitutas o gitanos, entre otros, desde diversos lugares del mundo a través de sus teléfonos móviles colectivos.

Mabel Palacín: vídeos cotidianos

"He tomado fotografías que han acabado siendo un vídeo y filmaciones que han acabado convirtiéndose en fotografías. Una imagen se transforma siempre al contacto con otras imágenes". Palacín asegura que la cámara "permite relaciones particulares con lo real". Y que "la realidad está mediatizada".Como artista, acepta ese desvío con el fin de desarrollarlo: "El vídeo acerca las imágenes al lenguaje, es capaz de absorber imágenes y textos en un mismo soporte. Y comunicarlos como una misma cosa". La distancia correcta muestra, sobre dos pantallas gigantes, una acción en paralelo en un mismo sótano.La realidad y la ficción de los protagonistas se confunden, como se confunden en el mundo actual. La distancia correcta acaba siendo la duda, el cuestionamiento: un lugar móvil, indefinido y descreído. Uno de sus últimos trabajos, Una noche sin fin, ha estado expuesto en el Museo Salvador Dalí de Florida hasta hoy.

Carles Congost: arte y discoteca

Empezó a trabajar en vídeo cuando estudiaba pintura: "Es el formato más adecuado para mis motivaciones artísticas, que pasan por la música como ingrediente esencial". Una crítica le acusó en una ocasión de perseguir un "absurdo ideal de arte y discoteca".Y decidió, con una sonrisa, incluir esa frase en uno de sus trabajos más populares: Un mystique determinado (2003), suerte de miniópera pop con banda sonora del grupo Astrud y protagonizada por Pablo Rivero, el Toni Alcántara de Cuéntame.También trabajó con Elsa Pataki en un vídeo para Fangoria, y volvió a hacerlo rescatando a Amanda Lear, musa de Salvador Dalí, para Memorias de Arkaran (2005). "El vídeo ha roto la imagen romántica del artista en su estudio. Y conecta con aquellos lenguajes que nuestra realidad tecnológica ha ido generando". Trabaja principalmente con la Galería Artericambi de Verona (Italia). Su grupo, The Congosound, reaparecerá en mayo en el MUSAC de León.

Antoni Muntadas: el precursor comprometido

Abrió el camino en España a este medio en los años setenta y fue nuestro representante en la última Bienal de Venecia. Una muestra más de la eterna vida emergente de este arte. Muntadas combina el vídeo en sus instalaciones con fotografías o intervenciones en la Red. Piensa que el videoarte "se ha transformado por la superposición de otras tecnologías -concretamente digitales- en un medio híbrido asociado a múltiples usos".Premio Nacional de Artes Plásticas 2005, sus trabajos investigan asuntos como los límites entre el espacio público y el privado, la imposibilidad de una comunicación fluida o las diversas lecturas de un mismo mensaje. En In Site 05 / Miedo (exposición que pudo verse en Madrid), testimonios de diversas personas en la frontera entre Tijuana y Estados Unidos describían el miedo.Vive en Nueva York desde los años setenta. Desde 1995 trabaja en On Traslation, sobre la alteración de los significados culturales en un mundo globalizado.

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