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Columna
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¿Para qué sirve Guantánamo?

José María Ridao

La Administración norteamericana siempre ha defendido que Guantánamo es una pieza imprescindible en la guerra contra el terrorismo, hasta el punto de que ha consagrado importantes esfuerzos, no para acomodar este campo de prisioneros a la legalidad, sino para adaptar la legalidad a la existencia de este campo de prisioneros. Los abusos a los que ha dado lugar esta aberración jurídica -reforzada por la reciente decisión de un Tribunal de Estados Unidos- han hecho perder de vista un interrogante elemental para el que no se conoce, sin embargo, una respuesta concluyente: haciendo abstracción de las violaciones de los derechos humanos y de las leyes norteamericanas e internacionales, dejando aparcados los reproches políticos y morales contra esta práctica que ha demostrado que la guerra contra el terrorismo era, en realidad, una variante internacional de la guerra sucia, ¿para qué sirve hoy Guantánamo?

Cabe suponer que algunos políticos y funcionarios expeditivos pensaran tras la caída del régimen talibán que la creación de un limbo jurídico, de una zona gris librada sin restricciones a los investigadores, podría resultar útil para obtener información sobre los autores de los atentados del 11 de septiembre o sobre la estructura y los planes de una organización terrorista como Al Qaeda. Cinco años después del inicio de la guerra contra el terrorismo, esta suposición resulta insostenible para explicar por qué Guantánamo sigue en funcionamiento. Entre otras razones porque la información de la que aún pudieran disponer los prisioneros -si es que han dispuesto de ella alguna vez- habrá quedado cuando menos obsoleta. Y, sin embargo, cerca de cuatrocientos combatientes ilegales continúan encerrados allí, en una situación tan confusa que no se sabe si se les retiene porque las autoridades norteamericanas esperan todavía extraerles información o, simplemente, porque el hecho de ser prisioneros en una guerra sin final implica que su cautiverio tampoco puede tenerlo.

Internar prisioneros de guerra en Guantánamo fue, quizá, una decisión más difícil de adoptar que de ejecutar: superados los escrúpulos iniciales, lo demás se convertía en una simple cuestión logística. Pero sacar de Guantánamo a prisioneros de guerra representa, por el contrario, una decisión más difícil de ejecutar que de adoptar. Primero, sin duda, porque el Gobierno de Estados Unidos se enfrentaría a una incontrolable cascada de escándalos; uno por cada persona detenida y torturada. Pero, después, porque no resulta fácil imaginar en qué condiciones y, sobre todo, en qué país habría que liberar a los detenidos. Dependiendo de la decisión que se adoptase, Washington podría estar suministrando infantería a algunos grupos terroristas o paramilitares contra los que combate o, por el contrario, dictando una implícita condena a muerte contra los internos que fuesen devueltos a sus países de origen con el estigma de pertenecer o haber pertenecido a Al Qaeda.

De algún modo, el Gobierno de Estados Unidos podría estar atrapado en el laberinto que él mismo creó, y en el que, según se ha sabido ahora, involucró a otros países como España. Por parte del Ejecutivo de Aznar, y con independencia de que pudieran derivarse o no consecuencias legales, fue un error desde cualquier punto de vista, incluido el que coloca la eficacia en la lucha antiterrorista por encima de cualquier otra consideración: las vergonzantes visitas de funcionarios españoles a Guantánamo no lograron impedir los atentados de Casablanca y Madrid, ni tampoco dar pistas sobre sus autores. Lo que sí lograron, en cambio, fue hacer cómplice a nuestro país en una iniciativa para la que no es fácil encontrar una salida que deje indemnes a sus promotores. Una vez que un Gobierno escoge la vía de la ilegalidad para librar la guerra contra el terrorismo, la alternativa a la que se condena es, o bien enfrentarse a las consecuencias políticas y, en su caso, penales de sus actos, o bien pervertir el sistema democrático.

En este último supuesto, que es el que parece estar imponiéndose, se llega al punto en el que hoy nos encontramos: Guantánamo sólo sirve para que pueda seguir existiendo Guantánamo.

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