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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Al otro lado del mundo, según se mire

Un viaje a Oceanía da para mucho. Por ejemplo, para que una urbanita convencida se convierta en admiradora de la vida natural. También para comprobar que entre Auckland, en Nueva Zelanda, y Melbourne, en Australia, hay cuatro horas y media de vuelo. Finalmente, da para subir y bajar montañas y para conocer de primera mano una fauna cuyos nombres -del ornitorrinco al emú pasando por el pájaro lira- son pura evocación.

Bocas cuya sonrisa parece la de Marilyn y a veces la boca de un tiburón

Geológicamente, Australia es muy antigua, alguna vez formó parte de un supercontinente, cuyo trabajoso nombre era Gondwanaland; abarcaba lo que ahora es América del Sur, África, la Antártica (que se está descongelando), la India y Nueva Zelanda. Un fragmento -enorme isla- se desprendió del conjunto y empezó a emigrar rumbo al lugar donde ahora se encuentra (me fascina este tipo de navegación remota).

Situado este continente al otro lado del mundo (depende del cristal con que se mire, obviamente), las constelaciones se encuentran al revés y es muy fácil admirar la Cruz del Sur. Tomé un avión en Auckland, la capital comercial de Nueva Zelanda y llegué a Melbourne, la antigua capital de Australia, cuatro horas y media después.

Decir que Australia es inmensa es una frase-perogrullo: aunque estuve tres semanas pude visitar solamente los territorios -o regiones- de Victoria (Melbourne y Healesville, el santuario de animales), el llamado Centro Rojo del país, habitado por los aborígenes, nombre en realidad peyorativo: Alex Springs, la única ciudad australiana construida en el desierto y las enormes rocas -Ayers Rock o Ulurú y Kata Tjuta o The Olgas-; luego, en el Territorio Norte, el puerto de Darwin, desde donde viajé al Parque Nacional Kakadú. Terminé mi recorrido en Nueva Gales del Sur (Sydney).

Siempre he sido muy urbana, cuando paso más de tres días en la playa, acostada frente al mar y leyendo en una hamaca, empiezo a aburrirme al cuarto día. Generalmente visito ciudades y, aunque me encanta el paisaje, prefiero admirar la arquitectura -la ópera de Sydney y el desafortunado conjunto de edificios de Federation Square en Melbourne-, recorrer calles y ver las tiendas, visitar museos, ver mucha gente detenida frente a un semáforo y esperar antes de subirme a cualquiera de los elegantes trenes, tranvías y autobuses de Melbourne -llegar a la animada y especial calle de Lygon- o pasear por la Darling Harbour de Sydney.

Me he transformado sin embargo y comienzo a convertirme en una ferviente admiradora de la vida natural (tanto que quisiera que mi próximo viaje fuera a las islas Galápagos): me encantó conocer personalmente y hasta acariciar a algún canguro, un wallaby, un koala, un platypus (ornitorrinco, en español, nombre igualmente sugerente y poético), un emú (parecido al avestruz, pero mucho más tonto), y desde lejos en un río escudriñar los movimientos de los cocodrilos -que no lagartos-, las serpientes de agua, y hasta tocar, sin meter los dedos. Porque me mordería a pesar de su estado larval, una especie de alga, en realidad un objeto natural dentro del cual se incuban los huevos de los cocodrilos. Admirar el vuelo de todo tipo de pájaros de colores intensos y detenerme a contemplar -con la boca abierta- a un pájaro lira macho, desplegando su cola en forma de ídem, cantando el aria principal de una ópera, por ejemplo Aída, como si fuera la misma Maria Callas.

Me he aficionado a ver atardeceres y amaneceres. Imposible verlos sin levantarse temprano, a eso de las cinco y media para esperar a que el sol ilumine la inmensa roca de Ulurú, colocada en medio del desierto. Al atardecer, el sol se va apagando y poco a poco la roca cambia de color y pueden apreciarse sus bellos repliegues como si un enorme peplo griego cubriera el hermoso cuerpo de una Venus gigantesca o como si una modelo rolliza vistiera un traje drapeado de la gran modista francesa Grès. Encanto un poco estropeado por el revoloteo de las moscas cuyo efecto se mitiga con un sombrero que despliega un velo para cubrir el rostro. Recorrer la Ayers Rock en toda su extensión permite descubrir sus recovecos, algunas pinturas rupestres y curiosos tipos de vegetación que se han ido recobrando y le devuelven al paisaje su curioso esplendor.

Se advierten también formas diversas, ojos-ventana que perforan la roca o bocas inmensas cuya sonrisa parece la de Marilyn Monroe y a veces una boca de tiburón. Los colores van variando y cubren la gama total de los rojos, y en cierto momento la roca parece una intensa hoguera. Cuando se mete el sol la montaña adquiere un color violeta de prodigioso impacto.

Hay un sendero cavado en la montaña, sagrado para los aborígenes. Un letrero avisa a los turistas: escalar la montaña es peligroso; además, ofende a los habitantes de la zona. La mayoría de los visitantes ignora el letrero y viola las reglas.

"Nuestras tierras son sagradas y se han convertido en lugares mancillados por el turismo", se lee en otro letrero colocado a la entrada de un museo en donde se exhibe el arte indígena.

FERNANDO VICENTE

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