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Puro Teatro | TEATRO
Columna
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Entre el infinito y el estornudo

Marcos Ordóñez

En buena parte de la nueva dramaturgia argentina que vamos conociendo, el asunto argumental suele ser lo de menos. Por eso resulta tan difícil (y a la postre, tan inútil) resumir una obra de Daulte, Tantanian o Spregelburd, aunque nos tiente a hacerlo la brillantez o la originalidad de sus historias. A fin de cuentas, lo importante acaba siendo lo que cada uno de ellos logra a partir del tema elegido: los siempre sorprendentes vericuetos del relato, a caballo de un imaginario libre, libérrimo, y, por encima de todo, la deslumbrante y casi alucinatoria sensación de verdad, verdad teatral y humana, que nos producen, pese a lo desaforadas o estrambóticas que pudieran parecer, a simple vista, sus tramas. Si les digo que Lúcido, la nueva comedia de Rafael Spregelburd, "trata" de un muchacho que, por consejo de su terapeuta, busca reinventar su vida controlando sus sueños hasta que la realidad se infiltra en ellos para corromperlos, un poco a la manera de Lost Highway, sólo tocaré la trompa o la pata del elefante, como los ciegos del cuento, porque la clave última está en otra parte y porque ustedes pueden pensar que se trata de una "comedia onírica", subgénero decepcionante desde su misma definición, que suele saldarse con "ah, sólo era un sueño" o, en su variante algo más sofisticada, "ah, era un sueño dentro de un sueño". No, Spregelburd no incurriría jamás en una banalidad semejante: la lucidez del título apunta en otra dirección. Tampoco es, pongamos, una "comedia edípica", aunque la madre, Teté, es una devoradora de muchísimo cuidado. O no, según como se mire. "Lo que llamamos personajes", escribe Spregelburd, "no son más que puntos de vista", y los suyos, claro está, se comportan como tales: a nosotros nos corresponde observarlos, sin apresurarnos a elevar nuestras conclusiones provisionales a definitivas, y plantearnos desde dónde se está narrando la historia. ¿Es realmente Teté el monstruo manipulador descrito por Lluc, su hijo? ¿O es el atormentado Lluc quien delira, y trata de imponer su punto de vista a Darío, el único personaje aparentemente sensato de la función? Para no hablar de Lucrècia, la hermana, porque tiene narices presentarse en la casa familiar tras diez años de ausencia para reclamar el riñón que donó a Lluc cuando ambos eran niños. Aunque, si nos paramos a pensar, los motivos del retorno de Lucrècia no parecen coincidir exactamente con los que le recrimina Teté. ¿En qué territorio nos encontramos? ¿En Pirandellolandia? ¿Es una comedia sobre las múltiples capas de la verdad? ¿O la despachamos con la fácil etiqueta de "comedia absurda"? Lo primero podría ser una hipótesis aceptable, aunque alicorta. Es cierto que Spregelburd pone siempre en cuestión toda afirmación categórica, pero no entiende el teatro como un mero "juego de ideas" sino como una forma de "expresar una y mil veces mi azoramiento ante la extrañeza del mundo". Extrañeza que supera muy mucho la barata categoría de "lo absurdo": no puede decirse que las situaciones de Lúcido sean "irreales" o inverosímiles, salvo en sus cinco últimos minutos, como puerta a la respuesta que está a punto de desvelarse, ni que sus personajes sean más raros que nosotros; tan sólo, quizás, un poquito más exasperados, aunque también habría que vernos a nosotros cuando nos pillan así. ¿Y por el lado del lenguaje? No, tampoco. Los diálogos de Spregelburd son realismo puro, con una salpimentación humorística que les acerca al sainete (y para mí "sainete" jamás es una mala palabra) pero que también se enzarzan en cristalizaciones poéticas que de tan elaboradas parecen instantáneas, naturalísimas, y saben pasar del abismo a la epifanía en un pispás: como diría Macedonio Fernández, cabeceando admirativo, están permanentemente a caballo entre el infinito y el estornudo, que es la mejor manera de hacer arte sin ponerse laureles: los laureles se los echa Spregelburd al estofado, y así le sale de rico. Su trabajo dramático es realista (como el de Pinter, por ejemplo) porque nos muestra el funcionamiento profundo de "lo real", de la incertidumbre que rige todo azar y todo comportamiento, y porque acepta que la realidad siempre se escapa por los lados, se condensa y se centrifuga en "lo teatral": "El teatro", ha dicho, "debe crear otra realidad, más intensa, más bella, más loca; basada en una red interna de asonancias, rimas y connotaciones, como un sistema biológico vivo y complejo". Tras el tour de force de La estupidez, que vimos el año pasado en Temporada Alta, el gran festival de Girona ha producido, con actores catalanes y en espléndida versión de Pere Puig, este Lùcid que se presentó en noviembre en el Casal de Catalunya en Buenos Aires (esto sí que es fer país o unir países), llegó un mes después al certamen (dos funciones, aplaudidísimas, en la sala La Planeta) y ahora ha aterrizado en la sala Beckett de Barcelona para todos aquellos que se lo perdieron. Si La estupidez era una ecuación fractal que se expandía como una planta alienígena, Lùcid es una bomba que centuplica su potencia porque estalla en una habitación cerrada o, mejor dicho, en las cabezas de sus inquilinos. La estupidez contaba con un elenco de portentosos cómicos argentinos que se desdoblaban en innúmeros personajes (25, si no recuerdo mal), pero los cuatro intérpretes del "equipo local" no les van a la zaga ni muchísimo menos: ahí es nada mantener sin un desfallecimiento el creciente juego de tensiones de la pieza durante dos horas, con unos ritmos verbales endiablados, del stacatto al monólogo torrencial, y una panoplia de sentimientos que rozan lo funambulesco y desembocan en un final desolado y conmovedor. Oriol Guinart (Lluc), Meritxell Yanes (Lucrècia) y David Planas (Darío) están espléndidos y admirablemente dirigidos, sin una nota en falso, pero la indiscutible reina de la función es Cristina Cervià, una veterana del Talleret de Salt, que con el personaje de Teté realiza posiblemente su mejor trabajo hasta la fecha y hace pensar en una mezcla explosiva de la Sardá y la Barbany. Es un pecado perderse Lùcid.

A propósito de Lùcid, de Rafael Spregelburd, en la sala Beckett de Barcelona

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