Leer peligrosamente
Llego unas horas tarde para recomendarles un libro como regalo de Reyes, pero mi retraso es, en realidad, un acto de justicia. Porque Las mujeres que leen son peligrosas, de Stefan Bollmann -con prólogo de Esther Tusquets-, no debe pasar, aunque lo parezca, por un libro-objeto, un libro-obsequio. No merece que lo coloquemos sobre la mesita de centro del salón; debemos introducirlo en la privacidad de nuestro dormitorio.
"Se trata de una historia de la lectura femenina con una particular mirada en el detalle", cuenta la solapa del volumen, profusa y bellamente ilustrado -y con sentido-, editado por Maeva y centrado en pinturas que arrancan de la Edad Media y prosiguen a lo largo del tiempo hasta desembocar en Hopper y en la fotografía del siglo pasado. Pues este siglo nuestro parece haber banalizado hasta la mirada del artista, que ya no espía cómo otros leen, porque no puede; espía cómo otros se exhiben o cómo otros se refugian en paraísos sin palabras ni frases. No sé.
El caso es que este libro, que conduce a muchas preguntas y no menores desconfianzas -como la propia Tusquets indica en su inteligente acotación: no hay que fiarse de las apariencias-, es, muy especialmente, un libro que proporciona profunda satisfacción personal a quien lo contempla, acaricia, lee. Y conduce a la siguiente pregunta: ¿somos peligrosas las mujeres que hallamos placer en observar a las mujeres a quienes otros pintaron o fotografiaron mientras cometían el pecado o la audacia o la ambición de leer y leer y leer, a solas consigo mismas? En esta época en que nadie pinta a una mujer que lee apretujada en su asiento de todos los días de su vagón de todos los días de su tren suburbano de todos los días ¿no resulta casi un pecado frenético, estupendo, ver a la Joven decadente de Ramón Casas desplomada en un sofá y asfixiada de ropajes esclavos, mientras sujeta con su mano derecha un artilugio de leer?
Y esa irónica Anunciación -una virgen leída, ¿podía ser realmente virgen, aceptaba la patraña que estaba a punto de colocarle el ángel?-, y esa madre de Rembrandt, mujer mayor entregada al placer de descifrar los misterios del libro.
Insinúa Tusquets, o más bien afirma, qué peligrosa mujer es la que lee literatura que la libera; no cualquier libro. Y es verdad. Pero hay más, como Esther reconoce, y esa adicción no es sino la estrecha e íntima relación que una mujer y una novela -oh, sí, la ficción: la posibilidad de ser otra sin moverse del pueblo, que tanto daño hizo a la pobre Bovary- entablan. Esa deliciosa sensación, ese estremecimiento que nos proporcionan la ventana que se abre, el aire que nos penetra, el tiempo al detenerse, el dolor aplazado por la magia de alguien en cuyas palabras creemos a pies juntillas.
No me atrevo a afirmar que los hombres lean diferente. Pero sí creo que la letra impresa hace siempre más bien a quien ha sido esclavo.
Cuando yo tenía catorce años y murió la primera persona amada de mi vida, soporté el trance leyendo novelas de Stefan Zweig. Hoy día, mi hermana mayor lucha contra su propio fin y lee. Lee novelas, sobre todo de González Ledesma. Bendito sea el don. El don de leer para escapar o para serenar o para sentirnos acompañadas mientras lo que tiene que ocurrir sucede.
¿Peligrosas, las mujeres, porque leemos y cuando leemos? No más que los hombres: cualquiera que no sea analfabeto representa un peligro para el poder. Pero lo que incomoda es que seamos capaces de leer la Declaración de Derechos Humanos, la Constitución y la minuta de nuestro abogado. Todo lo demás es sólo literatura. Nuestro placer.
Les recomiendo este libro, a hombres y mujeres, sobre todo porque es hermoso, y porque en la era de la no sé qué station y los programas de picadillo chismoso quizá puede olvidársenos lo bello del acto en sí, de la soledad y la relación del cuerpo con el libro, de la mente con su vuelo lejano.
Hay voyeurismo en muchos de los cuadros, pero hay también perplejidad. Leemos y leemos, y hay quien piensa, perplejo: "Pero ésta, ¿qué demonios querrá?".
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