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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Amargamente vivido

Jordi Gracia

No voy a ocultar que mi antipatía por el colegio del Pilar es tan atávica e irracional como racionalmente fundada, y tampoco negaré una nítida predisposición al azote literario o la mera turbamulta reconcorosa de la memoria contra aquello que encarna como sistema educativo, mentalidad y actitud social. Caballeritos pilaristas es una expresión que tanto en lo sustantivo como en lo adjetivo emite destellos de espanto y necrosis. Mal voy, sin duda, porque un cuarto de la contraportada de este libro está ocupado con la lista de caballeritos pilaristas que fueron entregados por sus familias a sus cuidados: los que más tocan a este periódico son nada menos que Juan Luis Cebrián o Fernando Savater, y por el libro asoma la jovial conformidad pilarista de José María Aznar o de Luis Alberto de Cuenca.

MI COLEGIO

Luis Antonio de Villena

Península. Barcelona, 2006

159 páginas. 17 euros

Curarse de esa corrupción

metódica es lo que ahora mismo más cerca se me antoja del puro heroísmo civil: curarse, o simplemente intentar saltársela, como procuró hacer durante muchos años Villena. Algunos pilaristas, como Aznar, parecen no haber llegado nunca a salir de veras de aquellos muros neogóticos tan puros. El libro que ha dedicado Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951) a aquella etapa puede valer quizá como terapia curativa (que tampoco lo ha sido del todo, por lo que él mismo dice), pero no encuentro la dimensión literaria y la hondura de las mejores obras del propio Villena: ya no digo el de una novela como Madrid ha muerto, que me pareció espléndida, sino incluso libros antiguos como Amor pasión o, si quieren incluso, el brío, la frescura y la misma fuerza de prosa que arrastraba un trabajo de erudiciones y filologías como Dados, amor y clérigos.

Mi colegio abarca casi con pereza de escritura, o alguna desgana de estilo, justamente la matriz juvenil, la adolescencia de aquel muchacho entre los 12 y los 16 años, entre 1962 y 1968. Aquel jovencito había de ser maltratado y humillado por ser raro, raro para el machismo del macizo de la raza (como diría Herralde), raro para la contraética del nacional-catolicismo, raro para la cafrería natural de los niños y los adolescentes. Pero es verdad que también será raro para la inmensa mayoría de los lectores: raro porque era señorito del barrio de Salamanca, raro porque pertenecía a una élite social convencida de su poder y su lugar inalterable, raro por frecuentar los circuitos aristocráticos del Madrid de entonces con catorce o quince años. En algún lugar habrá en marcha -o estará hecho ya- algún trabajo que explique estas cosas de clase, de cuando la clase era un espacio rígidamente estratificado y cuando de ella había que protegerse con dolor y poder (precisamente desde dentro del poder). De aquel horno infernal saldría a toda marcha un futuro licenciado en filosofía y letras que empezaría a sacarse de encima ese pasado a golpe de versos y prosas: el dandismo, la poesía goliardesca, la contracultura, el esteticismo decadentista de sus orígenes.

Las razones para ratificar y aumentar la alergia a aquel mundo del pleistoceno pedagógico e ideológico, resueltamente preilustrado, se encuentran en este libro y anduvieron apuntadas ya en el anterior Patria y sexo. Mi Colegio prolonga aquellas páginas autobiográficas pero apenas trasciende el censo seco, inexpresivo, de las instancias que dañaron irreversiblemente a un futuro escritor brillante y convincente. Fueron años amargamente vividos, pero me parece que el libro mismo desactiva estética y literariamente el dolor, la rabia y hasta el rencor de la memoria.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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