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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El multilingüismo europeo

El inquieto historiador cultural Peter Burke (1937) ha vuelto a penetrar en el terreno de la lengua, como ya hizo con Hablar y callar (Gedisa, 1996). Lenguas y comunidades en la Europa moderna es un buen ejemplo de una disciplina, la historia social de la lengua, que no suelen ejercer los lingüistas (ni los historiadores).

Y sin embargo, las lenguas ocupan un lugar importante en el mundo actual, y muy concretamente en Europa: marcan identidades, generan conflictos, suscitan purismos... Claramente, la historia debería ayudarnos a saber qué está ocurriendo, a partir del pasado. Esta obra quiere ser "un intento de distanciamiento y objetividad en tiempos de confusión".

El libro abarca desde la invención de la imprenta a la Revolución Francesa. El primer hito está claro: la imprenta dio enseguida voz a las lenguas vulgares (frente al latín), y fue un eficaz recurso en su estandarización. La Revolución Francesa, por otro lado, dio paso a los Estados modernos con sus políticas propias, que pretendían, tanto desde el punto de vista de la moneda como de la lengua "fundir a los ciudadanos en una masa nacional", en expresión coetánea.

LENGUAS Y COMUNIDADES EN LA EUROPA MODERNA

Peter Burke

Traducción de Jaime Blasco Castiñeyra

Akal. Madrid, 2006

240 páginas. 24 euros

Resulta difícil resumir esta obra, no muy extensa pero extraordinariamente densa, con datos de muchas lenguas, incluidos no pocos del español. El fin de Burke es "mostrar precisamente la diversidad de maneras en que diferentes grupos sociales usan la misma lengua" (las comillas recuerdan que la homogeneidad de las lenguas es sólo una ilusión). Y la diversidad que persigue el autor se plasma en un auténtico festín de datos...

Tampoco las comunidades -advierte Burke- tienen límites fijos ni definidos: las personas cultas, o los cortesanos, o los habitantes de la capital de un imperio, o los practicantes de determinada religión se pueden agrupar en torno a ciertas variantes lingüísticas, motejando a quienes no las usan de ignorantes, salvajes, enfermos, corruptos... (Burke ofrece una deliciosa antología de metáforas de este estilo).

La Europa del periodo ofrece un notable batiburrillo lingüístico, con predominio del multilingüismo: tanto entre las capas superiores y cultas como entre los ciudadanos de países forzados a convivir con ejércitos de ocupación, o gobernantes foráneos y sus séquitos. A ello se unen las mezclas de lenguas, a las que contribuyeron un abundante flujo de exiliados políticos o religiosos, los intercambios comerciales y técnicos, y las necesidades de ciertos grupos (como el pidgin vasco-islandés de pescadores y marinos del XVII). Todo ello complicado por la vigencia de una lengua "muerta", el latín, que se hablaba abundantemente.

Aplicar a este confuso mundo nuestras categorías de "lengua oficial", "norma", etcétera, es simplemente absurdo, con poblaciones mayoritariamente analfabetas, y ausencia total de medios de comunicación. Tan tarde como en 1860 sólo el 3% de la población de Italia hablaba italiano. Éste fue el caso más tardío, pero el libro de Burke recapitula en Europa, para el periodo tratado, más de 70 lenguas.

A modo de resumen (pero cas

si es la espina dorsal de la obra), el Apéndice aporta una "Cronología 1450-1794", compuesta por dos centenares de elementos. Entre ellos: el primer libro impreso en distintas lenguas (alemán, 1461; catalán, 1474; castellano, 1483; aunque ruso, 1625); las primeras gramáticas, diccionarios y libros de historia de las lenguas, pero también de los actos de inclusión o exclusión oficial (1532, prohibición del galés en los tribunales; 1539, la Dieta de Polonia decreta que las leyes deben redactarse en polaco); y por último, otros hitos de interés (1641, sólo a los esclavos que hablen holandés se les permitirá usar sombrero y capa).

En medio de un discurso objetivo y cuajado de referencias, la ideología de Burke aparece bajo la forma de bonitas metáforas freudianas: los intentos de variantes lingüísticas próximas por distinguirse en detalles minúsculos, son "el narcisismo de las pequeñas diferencias". O el purismo (cuyo trayecto recoge: de postura de las clases altas, que afectaba a una minoría, al tema de Estado en que ahora se está convirtiendo), en el que ve un reflejo de una personalidad "anal-retentiva".

¿Cuál es la principal lección de este libro? Que las cosas no han sido siempre como ahora (incluidos enunciados como "un Estado, una lengua", que no se cumplen ni siquiera hoy), y que detrás de opciones de lengua hay juegos de poder: "A veces las normas lingüísticas disimulan conflictos y situaciones de dominación de un grupo sobre otros". Los contactos y préstamos mutuos entre lenguas, así como la instrumentalización de ciertas variantes por parte de distintos grupos, son la moneda común. Las historias nacionales o incluso nacionalistas que exponen el crecimiento de las lenguas como algo orgánico son, precisamente, las que este libro, en palabras de su autor, "ha tratado de debilitar".

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