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Cortar por lo sano

Sería difícil decir cuánto de ingenuo o cuánto de excesivo pudo haber en la confianza que los padres de la Constitución depositaron en los poderes públicos al atribuirles la capacidad de impedir la especulación (artículo 47). Desde luego, a la vista de lo que va "saliendo", tras casi diez años de explosión inmobiliaria, más bien parecería que todos, con ayuda e incluso bajo el auspicio de aquellos, nos hubiésemos conjurado para actuar en sentido inverso al del mandato constitucional.

Vender caro lo que se ha comprado barato -el enriquecimiento rápido-, ha sido a muy diferentes escalas un anhelo y una práctica que, por su extensión social, podría decirse que se ha hecho universal. Y ello a pesar de que no es de ahora la mala fama de la especulación inmobiliaria y el escándalo social que provoca. Una prueba sería precisamente su comparecencia en el texto constitucional -hace ya casi 30 años- como objetivo a abatir.

Sin embargo, ese rechazo de orden ético, se instala con suma comodidad, como tantos principios de esa naturaleza, en una práctica desenfadada de doble moral que como toda hipocresía no sólo corrompe las conciencias, sino que acaba por nublar la inteligencia.

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Nada contribuye a ello más y mejor que atribuir a lo que moralmente se rechaza la condición de causa en vez de la de mera consecuencia. Se ha asentado así un estado de opinión conforme al cual los desmesurados precios inmobiliarios y los estragos que estos ocasionan en quienes desesperadamente buscan un lugar donde vivir, no es que sean la otra cara de la especulación, sino la consecuencia misma de la actividad de los especuladores, o sea de "los otros", del "mal".

Y lo grave, por la tranquilidad que transmite a la conciencia de quien la abraza, es que tal creencia, radical o básicamente equivocada, reaparece en la acción (o reacción) de los poderes públicos, en forma de principio orientador y sobre todo legitimador no ya de su respuesta punitiva, sino en el intento de hacer frente a ese mal mediante el dictado de nuevas normas o leyes administrativas. Todo esto tiene poco de nuevo. Tan poco, que empieza a resultar cansino.

Pero lo peor es que en las más recientes iniciativas, en las que surgen desde la segunda mitad de los noventa, tras una famosa sentencia del Constitucional, y bajo el eco de una célebre homilía pronunciada desde el Tribunal de Defensa de la Competencia, el legislador se ha instalado en un dogma renovado: la liberalización del mercado, que tan buenos resultados estaba rindiendo en la organización de la economía, tenía que extenderse al suelo en forma de desregulación.

Aplicada al campo inmobiliario y sobre todo al del suelo, esa nueva fe consiguió convertirse, a partir de 1998, en ley de leyes y al mismo tiempo, paradójicamente, en la derogación sin más de toda la legislación urbanística propiamente dicha, al (re) implantar -"de derecho"- un modelo de crecimiento urbano expansivo y de ocupación del territorio a saturación, sin otra meta, "de hecho", que la permanente generación de plusvalías para mayor gloria de toda clase de negocios, lícitos o llanamente delictivos. Y ello precisamente cuando estaba despertando con fuerza una nueva edición de boom inmobiliario.

Confiando invariablemente en esa sencilla receta, no sólo se ha acabado por empeorar el mal que con su administración se decía querer erradicar, sino que se ha alimentado la especulación, provocando además una des-moralización generalizada. Algunas de las cuestiones que exigen ser abordadas con un cambio de rumbo más bien radical y que, aun estando -algunas de ellas- presentes en el Proyecto de Ley del Suelo Estatal, necesitan reforzarse tanto en su formulación como en su articulación, serían a mi juicio las siguientes:

- El catálogo de bienes y derechos susceptibles de protección por el Estado ha de ampliarse. Más allá de los derechos de propiedad, deben estar comprendidos también en aquél, en pie de igualdad, el derecho a la preservación del medio ambiente, el derecho a la vivienda y el derecho a la participación pública.

- La nueva ley estatal podría desempeñar una importante función didáctica: marcando la orientación a seguir, proclamando la necesidad de dar un giro radical en el modelo de urbanismo expansivo y estableciendo al respecto nuevos valores a preservar y nuevos principios a respetar.

- A través de la ley, el Estado debe restablecer su autoridad para controlar el respeto a esos principios, contraponiéndolos e incluso "recurriendo" ante el Tribunal Constitucional la legislación autonómica que no los respete o ampare convenientemente.

- Ha de partir del reconocimiento de la radical incapacidad e inadecuación del poder municipal para encauzar, dirigir y planificar y gobernar fenómenos como el turismo del litoral o el crecimiento metropolitano.

- Es preciso reivindicar el ejercicio de competencias autonómicas sobre el gobierno del territorio; del cual, bajo el imperio del modelo anterior, se ha ido haciendo cada vez mayor dejación.

- El Estado debería apoyar, promover e incluso forzar -invocando los bienes públicos que está obligado a preservar- la coordinación y cooperación, en sus actuaciones sectoriales y entre comunidades, para hacer frente a fenómenos de ocupación y transformación del espacio cuya lógica sobrepasa las fronteras territoriales del poder autonómico.

- La ley no debería proponerse, una vez más, metas inalcanzables: en concreto, con respecto a la especulación bastante sería con tratar de desalentarla, pero eso sí de modo efectivo.

- El proyecto de ley, en su intento -de nuevo y por enésima vez- de fundamentar sobre nuevas reglas de valoración expropiatoria una significativa acción pública en el mercado de suelo, carece de consistencia suficiente para aguantar las previsibles arremetidas que sufrirá antes y después de su promulgación.

Del paisaje que, plagado de engendros y teñido de corrupción, ha ido aflorando por doquier, algo habrán tenido que ver los arquitectos y urbanistas. Bueno sería, pues, que algunos -individual o colectivamente- comenzásemos de una vez a reconsiderar críticamente nuestra responsabilidad y complicidad: al menos en el plano estético, los primeros, y en su cada vez más inane función, los segundos.

Jesús Gago Dávila es arquitecto urbanista, premio Nacional de Urbanismo en su última edición (2004).

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