¿Un Instituto Europeo de Tecnología?
Una mañana de septiembre, hace 32 años, nueve estudiantes españoles subían la escalinata central del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), camino de su primera clase de postgrado. El grupo, seis ingenieros, un biólogo, un químico y un físico, era la avanzadilla de un contingente de unos cuarenta españoles que llegarían al MIT entre 1974 y 1977 con una ambiciosa misión: vivir el ambiente innovador de esa institución única, absorberlo y trasplantarlo luego a España en la forma de un Instituto Tecnológico de Postgraduados, o ITP. La idea, que había partido de un antiguo alumno del MIT, entusiasmó a Antonio Barrera de Irimo y Juan Miguel Antoñanzas, presidentes respectivamente de Telefónica y del Instituto Nacional de Industria. Ricardo Valle gestionó el proyecto sabiamente y esas instituciones lo financiaron durante varios años, pero los avatares políticos y económicos de la época terminaron por hacerlo inviable.
El reto de la energía es de una dimensión que sobrepasa a cualquier Estado o institución
No sería difícil atraer la atención y el dinero de las empresas que se dedican a la energía en una u otra manera
¿Sería posible hoy lo que no fue entonces? La Comisión Europea, que probablemente desconoce el pionero proyecto ITP, parece estar convencida de que sí. Con la meta de mejorar la competitividad de nuestro continente, la Comisión propuso el año pasado crear el Instituto Europeo de Tecnología (IET), que será, en palabras del presidente de la Comisión, José Manuel Durão Barroso, "un buque insignia de excelencia", donde se "reúnan los mejores cerebros y compañías y en los que se enseñe a estudiantes de postgrado, se haga investigación y se cultive la innovación".
La iniciativa ha sido recibida favorablemente por la mayoría de los países de la Unión Europea, aunque no han faltado críticas desde los mundos universitario y empresarial. El proyecto apunta a un modelo descentralizado de instituto, formado por "comunidades de conocimiento" con los mejores grupos universitarios europeos en áreas de investigación estratégicas, y dirigido por una Junta de Gobierno. Este modelo no es muy diferente del de las redes de excelencia actuales, con lo que el IET podría resultar redundante, además de prestarse a una política de cuotas regionales que terminaría por diluir sus objetivos. Quizá sea utópico querer recrear de un plumazo una institución como el MIT, fundado por William Barton Rogers como respuesta a las necesidades de una época en las que la rápida industrialización de Estados Unidos exigía un nuevo tipo de educación.
Financiado por donaciones privadas, el Instituto abrió sus puertas en 1865, en unos locales alquilados en Boston, con seis profesores y once estudiantes, y en los primeros años pasó por apuros económicos serios. El MIT tiene hoy 10.000 alumnos (el 60% postgraduados) y casi mil profesores, un presupuesto anual que sobrepasa los 1.500 millones de euros y una reserva de capital de más de 5.000 millones de euros.
Si se trata de seguir los pasos del MIT, ¿por qué no empezar adoptando la filosofía de su fundador, un modelo de educación e investigación radicalmente diferente que responda a los desafíos del momento y con financiación mayoritariamente privada? Rogers probablemente crearía hoy una institución organizada no en torno a los departamentos universitarios tradicionales, sino a un tema amplio, de importancia capital para la sociedad, con un enfoque interdisciplinar tanto en educación como en investigación.
¿Qué tema mejor que la energía para vertebrar esa hipotética institución? En menos de 50 años se duplicará el consumo de energía, lo que exigirá un aumento considerable del uso de carburantes fósiles. Esto, cuando la evidencia muestra que las emisiones de dióxido de carbono derivadas de ese consumo empiezan a tener un impacto serio en el clima del planeta. Si añadimos que una parte considerable de los yacimientos de petróleo y gas natural está concentrada en una región de enorme inestabilidad política, nos encontramos con un problema que podría dar al traste con la forma de vida moderna.
Es imperativo pues aumentar la eficiencia de los procesos industriales, de los medios de transporte, de la maquinaria y los aparatos de uso diario, sin dejar de buscar fuentes alternativas de energía segura y a gran escala. El reto es de una dimensión que sobrepasa a cualquier Estado o institución. Como en la mayoría de los problemas complejos, la solución no pasa por un esfuerzo gigantesco, centralizado y planificado desde arriba, sino por una multitud de iniciativas, complementarias cuando no compitiendo entre sí, y surgidas de diferentes grupos de la sociedad.
Una de ellas podría ser un Instituto Tecnológico para la Energía, con la misión de ayudar a la solución del problema energético. Sus miembros serían ingenieros, científicos, urbanistas y economistas, convencidos de la necesidad de abordar el problema interdisciplinarmente y trabajando, con la ayuda de estudiantes de postgrado, en un número reducido de temas cuidadosamente seleccionados. Algunos serían de interés directo e inmediato para la comunidad regional, aunque fácilmente adaptables a otras zonas. Otros serían arriesgados y de solución a largo plazo, pero con un posible impacto global.
Con este planteamiento, no sería difícil atraer la atención y el dinero de las empresas que se dedican a la energía en una u otra manera y de las que desarrollan tecnología punta. No faltarían ciudades dispuestas a ofrecer incentivos para albergar una institución así, y en poco tiempo iniciativas parecidas se replicarían espontáneamente en otras regiones.
En estos términos, respondiendo a las necesidades reales de la sociedad y construido de abajo arriba, tiene sentido no uno sino varios Institutos Europeos de Tecnología. ¿Y por qué no uno español?
Emilio Méndez (emendez@bnl.gov) es director del Centro de Nanomateriales Funcionales en el Laboratorio Nacional de Brookhaven (Nueva York, EE UU).
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