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Las cuentas secretas de Pinochet

Un delito que ni el pinochetismo perdona

El 'caso Riggs' ha causado el abandono de los que justificaban los crímenes de la dictadura

El general chileno Augusto Pinochet declaraba convencido a la revista New Yorker en 1998: "Los dictadores nunca acaban bien". Y, para corroborar sus palabras premonitorias, lo demostró en carne propia: pocos días después, durante la madrugada del viernes 16 al sábado 17 de octubre del mismo año, el viejo militar, que ya había cumplido 82, dormía en la clínica londinense donde se había sometido a una operación de hernia discal. Le despertaron. Eran agentes de Scotland Yard, que le comunicaron que quedaba detenido.

La orden provenía de Madrid, de un juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, que pretendía juzgarle por delitos de genocidio y terrorismo. Pinochet, amparado en la inmunidad que le concedía su condición de senador vitalicio -según la Constitución redactada por su propio régimen en 1980 para asegurarse la inviabilidad de pesadillas como la que estaba viviendo-, ya había sorteado los zarpazos de la justicia internacional, como los intentos de una juez argentina de sentarle en el banquillo por la muerte del general Carlos Prats, en Buenos Aires en 1974. Pero la orden emitida desde España pintaba mal. Sobre todo, pintaba eterna.

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Hasta hoy, el dictador se ha enfrentado -en ocasiones, con fiereza y soberbia; en otras, con pretendida humildad; las más, con silencio e indiferencia- a más de 300 querellas por violaciones de los derechos humanos. La primera de importancia fue la relativa al caso calle Conferencia, que juzgaba el asesinato de cinco dirigentes clandestinos del Partido Comunista Chileno en mayo de 1976. Pero fue en las que siguieron cuando perdió lo que más valoraba: su inmunidad. Y aunque las triquiñuelas legales en ocasiones han dado fruto, en muchas otras no han logrado detener la cascada. El enésimo embate puede producirse próximamente, si la Corte de Apelaciones de Santiago se pronuncia sobre la petición de desafuero del general por el asesinato del sacerdote español Antonio Llidó, dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), que desapareció en 1974.

Hoy alega Garzón que en aquel 1998 la familia Pinochet inició una serie de movimientos financieros para eludir el embargo de sus bienes. Y ahora, después de ocho años casi exactos, con una precisión de justicia histórica, el círculo -más bien la espiral, porque no parece tener fin- cierra el ciclo. El magistrado español quiere investigar los dineros del general y de su esposa, Lucía Hiriart, para asegurar el pago a las víctimas de la dictadura y así consta en una petición dirigida a la Corte Suprema de Chile. Ésta se pronunció el pasado sábado: accede a que Garzón interrogue a la pareja mediante un exhorto por escrito que será enviado a la justicia chilena.

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Han sido precisamente las acusaciones de delitos económicos -primeras no relacionadas con los derechos humanos- las que realmente han logrado golpear al general en el centro de su diana. Al hilo de ellas, hay quien ha sentenciado que si algo debe la historia agradecer a Pinochet es su capacidad para desnudar el alma humana. Entiéndase: la de sus seguidores. La prueba fehaciente está en el caso Riggs.

Así sucedió: en julio de 2004, el juez Sergio Muñoz abrió una investigación para dilucidar el origen de las cantidades de dinero que el dictador supuestamente había depositado en varios bancos extranjeros, principalmente en el Riggs de EE UU. Según los informes del magistrado, Pinochet cometió delitos tributarios, hurto, malversación de fondos y falsificación de pasaportes y documentos oficiales para eludir las medidas cautelares que la justicia española le había impuesto durante los 503 días que pasó en Londres.

La cifra ocultada al fisco chileno se calculaba en casi 26 millones de dólares, pero si se confirma la posesión de 9.000 kilos de oro en lingotes, depositados en el HSBC de Hong Kong, a la suma inicial se añadirían otros 160 millones de dólares. Todo, en una época en la que alegaba "demencia senil" para eludir su sometimiento a la justicia y al mismo tiempo realizaba complejas operaciones de lavado de dinero. Paradojas.

Así las cosas, en octubre de 2005 la Corte Suprema le retiró la inmunidad por presunta evasión tributaria y falsificación de documentos públicos. Dos meses después, en diciembre, la Corte de Apelaciones de Santiago le desaforó de nuevo por una categórica votación de 21 votos contra tres por el caso Riggs. Y más aún: a principios de 2006, la investigación provocó que se procesara como cómplices a su esposa y a su hijo Marco Antonio. Este último sufrió prisión preventiva, mientras que Hiriart fue internada en el Hospital Militar.

Fue entonces cuando Pinochet, a quien nunca faltaron dotes mesiánicas, debió creerse rodeado de pedros que negaban al maestro. Hasta el momento, la derecha pinochetista había justificado los crímenes de la dictadura. Fue un periodo difícil, argumentaban. Había que consolidar el régimen y la izquierda quería desestabilizarlo, se excusaban. En todo golpe de Estado debe haber víctimas y mejor que sean del bando contrario, concluían. Pero llegó el caso Riggs y se quedaron sin argumentos: nada, nada explica la mentira destinada al enriquecimiento propio, sentenciaron. Eso no se perdona. Y si el dictador creyó que le quedaba algún amigo, la esperanza se desvaneció en la campaña para las elecciones presidenciales de 2005. El candidato de la derecha, Joaquín Lavín, se desmarcó explícitamente de Pinochet. Judas redivivo y el general, en su Gólgota.

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