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Columna
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Irse, quedarse

Blanco o negro, crudo o cocido, salado o dulce. Infinitas parejas de contrarios. Multitud de escisiones, decisiones, opciones. No es fácil alejarse de la anécdota para adentrarse en la categoría, y además es incómodo, y además compromete. Nos pone en evidencia. Nos define. Vamos cerrando el cerco: rico o pobre, sano o enfermo. No se trata de una delgada línea divisoria, sino de una frontera que define, una herida de difícil o imposible sutura. ¿De qué lado ponernos? ¿En qué lado quedarnos? Lo de ponerse en el lugar del otro se convierte en un lugar común, un buen deseo igual que los que asfaltan el suelo del infierno, quizás un imposible biológico. Ni el pariente, ni el amigo ni el médico pueden ponerse, en realidad, en el lugar concreto del enfermo. Otra cuestión es que, de buena fe, lo intenten. Lo intentamos, y quizás eso basta, aunque no baste (sabemos, en el fondo, que no basta).

Hablar de enfermedad ya es un asunto serio y doloroso. "La enfermedad era la forma depravada de la vida", sostenía Hans Castorp en La montaña mágica de Thomas Mann, una obra devorada por la tuberculosis. Admitimos que somos un animal enfermo, pero mientras estamos sanos (al menos ilusoriamente sanos) el enfermo (el infierno) es el otro. Sus quejas no son nuestras, su dolor no se asienta en nuestra realidad. El sanador (el médico) no se implica tampoco en el dolor ajeno, sino que actúa más como un mecánico, restaurador de piezas, cobrador de servicios. Nadie se arriesga (ni siquiera quien más debe arriesgarse) a perder pie y caer del otro lado (el de la enfermedad y el del enfermo).

La navarra Inmaculada Echevarría lleva desde los 11 años (tiene 51) gravemente enferma. Su caso ha trascendido porque quiere morirse, quiere irse. Su caso ha trascendido porque otra vez hay otro ciudadano enfermo que reclama su derecho a elegir entre quedarse o irse. No hay decisión más grave. Irse o quedarse. Y por eso quizás ningún gobierno, ni los que más se meten y entrometen en la vida de sus administrados, se atreve a legislar sobre este asunto que, de tarde en tarde, irrumpe en forma de noticia siniestra y sensacionalista. Estadísticamente su relevancia es nula. ¿Quién se quiere morir? Los enfermos se aferran a la vida y no es raro toparse en clínicas y hospitales con historias de luchas denodadas y épicas contra la enfermedad. Todo lo cual no impide la existencia de enfermedades que colocan al enfermo en tales situaciones de sufrimiento físico y moral que terminan deseando dejar de vivir. "Yo quiero que me ayuden a morir sin dolor, que ya llevo toda la vida sufriendo. Que nadie se meta en mi vida, porque estoy en plenas facultades y soy libre. Sólo quiero una inyección que me pare el corazón". Esa es la petición de Inmaculada Echevarría.

¿Quién se atreve a ponerse en la piel de esta mujer? ¿Quién podría? ¿Quién se atreve a intentarlo? ¿Quién decide por ella sobre su propia vida? Podemos divagar sobre el suicidio asistido, la eutanasia pasiva, la sedación terminal o las distintas modalidades que garantizan una buena muerte. Mientras flote la indeterminación legal en torno a estos asuntos de nada servirán nuestras divagaciones. Desde luego no creo que el derecho (ni por desgracia la medicina) puedan solucionar el fondo íntimo y personal de esta cuestión. La tragedia es más honda y el asunto bastante más complejo humana y moralmente que una dosis de calmante en vena o una ley aprobada en las Cortes. Sin embargo, ambas cosas podrían aliviar a estos enfermos que un día, un mal día, el peor día, deciden entre quedarse o irse y optan por lo segundo. Lo que nos sobrecoge a algunos es la seguridad con la que otros niegan a estas personas la posibilidad (ni siquiera remota) de renunciar a su primer derecho. Porque aquí no se trata sino de renunciar a algo que suponemos nuestro, que Inmaculada Echevarría supone suyo.

Irse o quedarse. Esa es la cuestión, pero, por el momento, no hay cuestión. Irse no es fácil. Quedarse, sin embargo, nos resulta imposible. El gran Roberto Bolaño, que luchó por su vida hasta el final, escribió: "Creemos que nuestro cerebro es un mausoleo de mármol, cuando en realidad es una casa hecha con cartones, una chabola perdida entre un descampado y un crepúsculo interminable".

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