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Tribuna:EL PATRIMONIO CULTURAL DE ANDALUCÍA
Tribuna
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La paradójica protección de los centros históricos

La defensa de los centros históricos tiene una larga, contradictoria y a veces, paradójica historia. El urbanismo industrial se inició con la polémica urbanística parisina entre la cultura y la economía. Perdió el intelectual Víctor Hugo, ganó el abogado Haussmann.

En los años veinte del siglo pasado, en cambio, el tejido medieval de Paris que todavía quedaba en pie, se salvó gracias a la sensatez. Esta vez, perdió la batalla Le Corbusier pero, la guerra para agredir a los centros históricos la ganó el Movimiento de la Arquitectura Moderna.

La Carta de Atenas se convirtió en soporte teórico y operativo para ensanchar calles, derribar palacios y substituirlos con bloques de hormigón, ladrillo y vidrio. La autoritaria gestión urbanística se encargó de ello. El resultado final fue la pérdida de un estimable y valioso patrimonio cultural urbano. En Sevilla, sus lacerantes huellas aún nos torturan: el derribo de un palacio para substituirlo con una gran tienda, la calle Imagen, la fragmentación con pasajes comerciales de varías manzanas del centro, etcétera.

Sin embargo, en el ámbito internacional, ya durante la posguerra, comenzó a cuestionarse la unidireccionalidad del desarrollo y el reduccionismo operativo basado en principios únicos y excluyentes. La ciudad dejó de ser considerada una mera acumulación "zonificada" de actividades y de objetos construidos cuyo crecimiento debía responder a certeras previsiones. Tampoco la arquitectura podía ignorar el entorno en el que emerge. La sociedad postindustrial comenzaba a tomar cuerpo. Los centros históricos recuperaron su prestigio. Era impostergable protegerlos.

La construcción de la ciudad no podía seguir considerándose como un problema estrictamente técnico, productivo y económico destinado garantizar la rentabilidad financiera y la arrogancia del poder. Se evidenció su dimensión social activa. Fue la razón del artículo 46 de nuestra Constitución.

Actualmente, huelga negar que la ciudad sea un producto empresarial. En Europa no lo puede ser. En teoría no lo es, pero, en la práctica, si se toma en cuenta, la gestión de la mayoría de Ayuntamientos incluso de aquellas ciudades reconocidas como Patrimonio de la Humanidad, lastimosamente parece que sí. A los Bancos, al capital, a los promotores inmobiliarios, a los inversionistas, les resulta intrascendente e inútil comprender que la ciudad es un complejo objeto cultural con extraordinario dinamismo en el que se materializa el sistema de producción o, como entiende Castells, los modos de desarrollo. No aceptan que el centro histórico es un bien social inmueble donde se inter-relacionan los depredadores flujos del mercado (globalización) con las urgentes demandas de la identidad local.

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Hace pocas décadas se revindicaba el derecho de las ciudades a la modernización para justificar las groseras intervenciones en el patrimonio cultural inmueble. Quienes se oponían eran acusados de retardatarios. Ahora, no es fácil distinguir quien es quién y resulta cada vez más difícil porque el espacio de discusión enriquecedora está desierto. Desde los Ayuntamientos, ya no se gobierna, ni se hace política, ni se fomenta la civilidad, ni el derecho a la ciudad Ahora, se gestiona. Como si de una empresa o un conjunto de empresas se tratara. Gestionar supone sacrificar el diálogo por la eficacia, el enriquecimiento cívico por el lucrativo, el seco pragmatismo por la cálida reflexión, el resultado inmediato por el proceso de enriquecimiento participativo. No se escucha; se deja hablar. Esa aparente tolerancia no es democrática, en el fondo, también es autoritaria.

Mientras los ciudadanos se organizan para que se aplique el artículo 46 de la Constitución y se enriquezca el patrimonio cultural en los Conjuntos Históricos, los alcaldes ejecutan planes a su manera. Aquellos defienden la peatonalización del centro histórico; los políticos entienden que para ello es indispensable garantizar la comodidad del coche, del transporte privado mientras el transporte público cada día pierde calidad. Lo que cuenta es garantizar el lucro de lo privado con la gestión/inversión del dinero público.

El patrimonio cultural de los conjuntos históricos se está gestionando con los voraces paradigmas de la economía inmobiliaria que, además van acompañados del mal gusto. Además de hamburguesarnos, nos están horterizando. No puede ser.

Jorge Benavides Solís es Profesor Titular de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla.

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