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Tribuna
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Fumadores, gordos y otros proscritos

La película Casablanca (Michael Curtiz), rodada en 1942, creo yo que no se podría realizar hoy. ¿Y por qué? se preguntará el amable lector. Para ilustrar la respuesta tendré que evocar algunas escenas de aquella tan renombrada cinta. Para empezar, Casablanca es una película llena de humo: el que suelta el tren al salir de la estación de París llevándose a un abandonado y humillado Rick (Humphrey Bogart) hacia Marsella, hasta el que aparece en las escenas finales donde, primero, el citado Rick acaba con el nazi Strasser (Conrad Veidt) para, inmediatamente después, ver despegar entre la niebla el avión de Air France que se lleva juntos a Ilsa Lund (Ingrid Bergman) y a Victor Laszlo (Paul Henreid) hacia la libertad, y, finalmente, también Rick y Renault (Claude Rains) caminan, codo con codo, perdiéndose entre la humareda en pos de "una nueva amistad" en el último plano de la película. Y, sobre todo, está el humo omnipresente del cigarrillo que sin descanso sostiene entre sus labios ese fumador empedernido que fue Bogart, actor cuyos personajes arrastran siempre un pasado ignoto que se intuye cargado y doloroso. Una vida marcada por el humo y el tabaco que convirtieron al actor en paradigma del tabaquismo mortífero, pues nadie ignora que el esposo de Lauren Bacall falleció a causa de un cáncer de pulmón.

Tabaco y humo, por cierto, magníficamente tratados por el director artístico de la película, el expresionista alemán Carl Jules Weyl, y por el fotógrafo Arthur Edeson. Tabaco y humo que la actuante censura de lo políticamente correcto impediría que hoy se vieran en cualquier pantalla (de cine o de televisión). En efecto, ningún protagonista fuma ya en las películas que hoy se ruedan, quizá para evitar perjudicar al espectador en su calidad de fumador pasivo (invento, éste de la pasividad fumadora, convertido en argumento único, aunque difícilmente sostenible, para intentar justificar la ola inquisitorial que, como toda Inquisición, pretende ser salvadora).

No sé si las diferencias existentes entre Francia y los Estados Unidos en torno a la guerra de Irak permitirían hoy rodar la escena en la que Victor Laszlo se arranca con La Marsellesa ante las narices del nazi Strasser y sus "colaboracionistas". En cualquier caso, en aquel momento y en aquel bar se estaba bebiendo y se jugaba... Escenas, por lo tanto, inconvenientes y censurables. Pues muestran dos vicios perseguidos en la actualidad por razones epidemiológicas, aquellas que inundan con sus argumentos a los benefactores Gobiernos. Gobiernos que cada vez están más preocupados de nuestras buenas y saludables costumbres personales y cada vez menos interesados en nuestros derechos laborales, en nuestro acceso a la vivienda, en la distribución de la renta...

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En contra de Casablanca -me refiero a un eventual rodaje en nuestros días- juega también otro factor decisivo: en la película aparecen gordos. Obesos perseguibles. Estoy pensando en Sydney Greenstreet, que interpreta allí el personaje de Ferrari. (Los personajes con nombres de automóviles que aparecen en la película, Renault, Ferrari..., se debieron a dos de los guionistas, los hermanos gemelos y calvos Julius y Philip Epstein, aficionadísimos al automovilismo y cuyo parecido era tal que, según se cuenta, cuando uno de ellos se acostaba con una chica, tras el primer asalto se iba al baño y quien regresaba al lecho era el otro hermano). Pues bien, este gordo -que ya aparecía en una película del año anterior (1941), El halcón maltés (J. Huston) y volvería a cruzarse con Bogart en Tener o no tener (H. Hawks)- sería hoy un pésimo ejemplo para nuestros niños y jóvenes, y no por la dudosa moralidad del personaje que interpreta en Casablanca, sino porque nuestros jóvenes deben aspirar -siempre según la nueva política metomentodo- a un peso corporal correcto. Por eso, este Falstaff del cine negro, si hoy viviera, tendría que someterse a una cura de adelgazamiento antes de ponerse delante de una cámara.

Se veía venir. Si a los fumadores se les ha colocado en la posición del leproso, que antaño se veía obligado a anunciar su apestosa presencia haciendo sonar una campanilla a fin de que la gente se fuera apartando a su paso, a los bebedores -vicio bí-

blico de larguísima data entre nosotros- se les vienen buscando las vueltas no mediante un ataque directo que pusiera en evidencia su mal comportamiento, que une a lo no saludable lo asocial, sino a través del automóvil. Y no se trata ahora de perseguir la ebriedad, como constaba en los viejos pasquines pegados en las paredes de todas las tabernas francesas, sino de cogerlos en falta, haciéndoles soplar a ver en qué condiciones de alcoholemia se ponen al volante.

Mas la persecución de los gordos se ve venir en el horizonte como se intuye la tormenta con sólo observar los grises nubarrones. Aunque la cosa no deja de tener sus contradicciones, pues quien deje de fumar, tal como exigen las autoridades, está destinado a engordar y ahí le esperan de nuevo los mismos e incansables perseguidores.

Los tiempos del gordito gracioso y feliz, del inteligente y bon vivant Edgar Neville, del genial hedonista y orondo Orson Wells, del impresionante Charles Laugthon, comiendo y bebiendo a escondidas en perjuicio de su maltratado corazón en aquella película de Billy Wilder que se tituló Testigo de cargo, del relleno y sonriente Pavarotti o los tiempos de sus compañeras las sopranos poderosas ("la ópera no se termina hasta que sale la gorda") son ¡ay! tiempos idos.

Entre ajamonarse y amojamarse, nuestras autoridades sanitarias se han decantado por el pescado, despreciando el jamón, y -ya lo verán- Dios acabará por confundir a los desobedientes.

¿Y qué decir de los políticos? Nadie que sufra hoy, no diré obesidad, tan sólo un leve sobrepeso, puede aspirar a nada relevante en la cosa pública. Fijémonos por un momento -y sólo a título de ejemplo- en los miembros del Gobierno español. Pedro Solbes modera su ingesta y se pasa en la piscina, casi de madrugada, un par de horas diarias... y Rubalcaba está en los huesos, por citar sólo a los ministros más talluditos. ¿Y se han fijado en las ministras? ¿Cómo se las arreglan para no acumular un gramo de grasa sobre sus bien entrenados músculos? Fernández de la Vega, Espinosa, Salgado... y ahora Mercedes Cabrera con su notable escualidez deben de anunciar algo. No puede ser casualidad, tras sus tenues figuras se esconde algún mensaje: ¡Temblad, gordos!

Si Manuel Azaña o Winston Churchill iniciaran hoy sus carreras políticas no llegarían ni a concejales. ¿Qué partido iba a arriesgarse a presentar a estos obesos? Churchill, por ejemplo, sería lapidado por esa traílla de lebreles, partidarios acérrimos de lo políticamente correcto, que llevan el mal nombre de "asesores de imagen". En efecto, el personaje no sólo era gordo y bebedor de whisky, también fumaba puros sin parar y le cantaba las cuarenta al lucero del alba con aquella antipática cara de bulldog que jamás sonreía. Un político que, pasara lo que pasara, se echaba la siesta todos los días y que se atrevió a prometer a sus conciudadanos "sangre, sudor y lágrimas" nunca hubiera pasado el examen de estos especialistas de la imagen. De la imagen y de la trivialidad, por decirlo todo.

Que los Gobiernos retornen -como en el medievo- a los discursos morales (de mor moris, costumbre) teniendo detrás el consiguiente aparato represor resulta, a mi juicio, tan amenazador como retrógrado. En el fondo, aparte de las multas y de la cárcel, propias de todo Estado, está la moralina que uno imaginaba propiedad de iglesias varias y otras ONG. Iglesias y ONG que, en mi inocencia, creía administradoras en exclusividad de todas las miserias de este mundo (hambre, desgracias, lujuria, etcétera), pero ahora los diversos ministerios se meten en esas camisas de once varas con la pretensión -también ellos- de que nos portemos bien (que usemos condones, que comamos poco y ateniéndonos a la dieta mediterránea, que hagamos ejercicio diariamente, que seamos abstemios respecto al alcohol y a la droga, que dejemos el tabaco, que no cojamos el coche...), lo cual no deja de ser una competencia desleal para con curas y oenegeros de toda laya.

¿Qué derecho tiene el Estado a exigirnos que seamos sanos y felices? Yo creo que ninguno. Claro que en España, al paso que vamos, con todas las competencias traspasadas a las naciones, nacionalidades, realidades nacionales, califatos y regiones varias, ¿qué trigo para repartir va a quedar en los ministerios? Pues si no tienen trigo, me temo que se dedicarán a predicar.

Según el guionista de la película Quo vadis (Melvin Le Roy), cuando Nerón le anunció su condena a Petronio (o se suicidaba o lo pasaban a cuchillo), el condenado le mandó al tirano un recado en una escueta frase: "Mata, pero no escribas versos". Con menos dramatismo, también nosotros podríamos dirigirnos a nuestros gobernantes en parecidos términos: "Cobradnos los impuestos, pero bajad del púlpito".

Joaquín Leguina es diputado socialista y estadístico.

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