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Sin negociación no habrá paz

Oriente Próximo es un polvorín, y en todos los bandos hay quienes aguardan cualquier oportunidad para destruir a sus enemigos con balas, bombas y misiles. Una de las vulnerabilidades de Israel es la cuestión de los prisioneros. Los militantes palestinos y libaneses saben que un soldado o civil israelí capturado es o una causa de conflicto o una valiosa arma de negociación a la hora de intercambiar prisioneros. Esta idea se basa en los diversos intercambios de prisioneros que ya ha habido, como el de 1.150 árabes, sobre todo palestinos, a cambio de tres israelíes en 1985; 123 libaneses a cambio de los restos de 2 soldados israelíes en 1996, y 433 palestinos y otros árabes a cambio de un empresario israelí y los cuerpos de 3 soldados en 2004.

Esta estratagema precipitó la violencia que estalló en junio, cuando unos palestinos excavaron un túnel bajo la barrera que rodea Gaza, atacaron a soldados israelíes, mataron a dos de ellos y capturaron a otro. Propusieron canjear al soldado por 95 mujeres y 313 niños que figuran entre los casi 10.000 árabes en cárceles israelíes, pero, en esta ocasión, Israel rechazó el intercambio y atacó Gaza en un intento de liberar al soldado y poner fin a los lanzamientos de cohetes contra su territorio. La destrucción resultante permitió la reconciliación de las facciones palestinas y el apoyo de todo el mundo árabe.

Entonces, unos militantes de Hezbolá en el sur de Líbano mataron a tres soldados israelíes y capturaron a otros dos, e insistieron en la retirada israelí del territorio en disputa y el intercambio de sus prisioneros por parte de los varios miles de libaneses encarcelados. Con el respaldo de Estados Unidos, las bombas y los misiles israelíes empezaron a llover sobre Líbano y, enseguida, los cohetes de Hezbolá, suministrados por Siria e Irán, atacaron el norte de Israel.

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Es indiscutible que Israel tiene derecho a defenderse contra los ataques a sus ciudadanos, pero es inhumano y contraproducente castigar a la población civil con la absurda esperanza de que culpe a Hamás y Hezbolá de haber provocado la devastadora respuesta. Por el contrario, el resultado ha sido un amplio apoyo de los árabes y el mundo en general a dichos grupos y una intensificación de las condenas contra Israel y Estados Unidos.

Estas condenas aumentaron tras el ataque aéreo contra el pueblo libanés de Qana, que produjo la muerte de 57 civiles, después de que, hace 10 años, murieran allí 106 personas por el mismo motivo. Como en aquella ocasión, hubo expresiones de "profundo pesar", la promesa de una "investigación inmediata" y la explicación de que habían lanzado previamente unos panfletos en los que aconsejaban a las familias de la región que abandonaran sus hogares.

Lo más urgente en Líbano es que se interrumpan los ataques israelíes, que fuerzas militares regulares controlen la región sur del país, que Hezbolá deje de actuar como una fuerza de combate independiente y que se impidan nuevos ataques contra Israel. Israel debe retirarse de todo el territorio de Líbano, incluida la zona de las granjas de Shebaa, y liberar a los presos libaneses.

Son aspiraciones ambiciosas, pero, aunque el Consejo de Seguridad de la ONU apruebe y ponga en práctica una resolución capaz de generar ese posible arreglo, no será más que otra tirita, otra medida de alivio provisional.

El conflicto actual forma parte del ciclo inevitablemente repetitivo de violencia derivado de la falta de un acuerdo global en Oriente Próximo y exacerbado porque, en una situación casi sin precedentes, desde hace seis años no ha habido ningún esfuerzo real para lograrlo.

Los dirigentes de las dos partes ignoran a las amplias mayorías que anhelan la paz, y permiten que la violencia extremista impida cualquier oportunidad de construir un consenso político. Los israelíes traumatizados se aferran a la falsa esperanza de que su vida será más segura con una retirada unilateral y gradual de las áreas ocupadas, mientras que los palestinos ven los territorios restantes reducidos a poco más que vertederos humanos rodeados de una barrera de seguridad provocadora que avergüenza a los amigos de Israel y no garantiza la seguridad ni la estabilidad.

Los criterios generales para un acuerdo a largo plazo sobre dos Estados son conocidos. No habrá paz real ni permanente para ninguno de los pueblos de esta conflictiva región mientras Israel, con la ocupación de territorios árabes y la opresión de los palestinos, siga violando tanto las resoluciones de la ONU como la política oficial de Estados Unidos y la hoja de ruta internacional para la paz.

Salvo que se produzcan modificaciones negociadas y satisfactorias para las dos partes, es preciso que se respeten las fronteras oficiales de Israel anteriores a 1967. Las actuales autoridades estadounidenses, como todos los gobiernos anteriores desde la fundación de Israel, deberían estar a la vanguardia de los esfuerzos para alcanzar este objetivo.

Un obstáculo importante para avanzar es la extraña política del Gobierno estadounidense de no entablar el diálogo sobre cuestiones polémicas salvo si es como recompensa por un comportamiento sumiso y de negarse a mantenerlo con quienes rechazan las posiciones de EE UU.

Para lograr unos acuerdos seguros es necesario negociar directamente con la Organización para la Liberación de Palestina o la Autoridad Palestina y con el Gobierno de Damasco. Si no se abordan de frente los problemas y no se habla con los dirigentes implicados en la cuestión, se corre el riesgo de crear un arco de inestabilidad aún mayor que vaya desde Jerusalén hasta Teherán pasando por Beirut, Damasco y Bagdad.

Los habitantes de Oriente Próximo merecen paz y justicia, y nosotros, la comunidad internacional, debemos ofrecerles un liderazgo y un apoyo enérgicos.

Jimmy Carter fue presidente de Estados Unidos y es fundador del Centro Carter. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © Project Syndicate, 2006.

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