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Columna
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Políticas de memoria

El asunto de la "memoria histórica" está enseñoreándose de la escena política. Resulta rentable -o eso parece- invertir políticamente en capital de memoria: Año de la Memoria Histórica, ley de lo mismo, monumentos, esculturas, memoriales, desenterramientos, asociaciones. Hay quien habla de toda una generación, la "generación de los nietos", como de aquélla que al fin quiere conocer la verdad de las cosas respecto a la Guerra Civil española; una verdad más verdadera que la propia historia. También el lehendakari ha pedido perdón, en nombre del país, a las víctimas del terrorismo por la desatención que han padecido y la soledad en que han tenido que sobrellevar su dolor; y, tras ello, se anuncia una política activa por la memoria histórica, expresión esencialmente incorrecta por lo que diré luego.

Es necesaria una política institucional de memoria democrática duradera, situada más allá del juego político

Guerra Civil y franquismo -con el añadido reciente de la II República-, como en toda España, y víctimas del terror de ETA son los dos episodios traumáticos sobre los que gira esta oleada de recuperación y conmemoración, no pocas veces trivial. Sobre la necesidad de un diferente tratamiento de uno y otro hecho hablé ya en otra ocasión. No voy a repetirme.

Frente a esa fiebre por la memoria, comienza a darse una sana reacción a favor de algunos olvidos necesarios. La cuestión está, decía Nietzsche, en "qué es lo que propicia la vida y la conserva" (y es lo que hoy recomiendan los terapeutas a sus pacientes traumatizados por el horror). Es la argumentación que siguen quienes así razonan. La propia memoria implica selección, dicen, recuerdo y olvido. Por lo demás, y en lo que a la guerra civil y el franquismo toca, en la Transición se amnistió a los responsables (justicia) y se pactó desactivar cualquier conflicto simbólico entre diferentes memorias sobre "lo que aquello fue" (que no el olvido en el sentido que hoy dicen algunos). Lo cierto es que los historiadores hicieron entonces su trabajo: hoy se sabe mucho sobre lo que sucedió, y se sigue trabajando en ello. Existen carencias. Falta socializar ese conocimiento, deben modificarse leyes sobre la accesibilidad a los archivos (¡50 años de reserva para la consulta! En ningún país europeo ocurre tal cosa), ordenar y catalogar el material, etc. Pero se conoce buena parte de lo que ocurrió. No es cosa de revisarlo ahora.

Sin embargo, como acostumbra a ocurrir, el péndulo se desplaza al extremo opuesto. Comienza a negarse la necesidad de una política activa de memoria. Comienza incluso a negarse la existencia de memorias colectivas. Como todo lo humano, también la memoria es relacional, social, y, aunque el individuo sea depositario de ella y los recuerdos resulten intransferibles, sólo se recuerda sobre un nicho y trama de sentido compartido, sobre experiencias conllevadas y mutuamente construidas.

Ya en su día Maurice Halbwachs (la gran autoridad en este tema), sin menospreciar el sentir individual ("Lo trágico del dolor", decía, es "que hace que, cuando llega a un punto, crea en nosotros un sentimiento desesperado de angustia e impotencia; regiones de nosotros mismos a las que los demás no pueden llegar, nadie puede hacer nada, ya que nos confundimos con el dolor y el dolor no puede destruirse por sí mismo"), rebatía la idea del filósofo Bergson de que el tiempo "transcurre". Para Halbwachs "dura" o "subsiste" colectivamente. Cierto que esas memorias colectivas son múltiples y conflictivas entre sí. Pero una democracia sólo puede sustentarse sobre una cultura de la memoria mínima, ínfima, pero compartida por el conjunto de la población. Una memoria capaz de desautorizar al comunismo por crear el gulag (no cabe una memoria ingenua del maquis o de la desarticulación del POUM) y a los fascismos por sus prácticas de exterminio y exclusión (no son de recibo rememoraciones complacientes de Franco como las realizadas por algún medio de Madrid-Sevilla o las dificultades que el PP tiene para condenar aquella dictadura).

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Véase Israel. Sólo una memoria acrítica y hecha de la celebración mitificada del pasado (sionismo plasmado en el Museo de la Diáspora de Tel-Aviv) que todo lo justifica, puede hacer que una comunidad, la israelí, avale sin fisuras importantes una ofensiva militar brutal y cruel como la que estos días lanzan sobre Gaza y Líbano.

Pero, para ello, es necesaria una política institucional de memoria democrática duradera, como se da en Francia, Italia o Alemania, y generada críticamente en la escena pública, más allá del juego político. Una actividad que convierta la memoria literal en ejemplar (Todorov) y contemple la existencia de lugares de memoria: los humanos necesitamos alegorías que nos hablen de nuestra condición.

Por otro lado, hay un trabajo, todavía por abordarse con las víctimas del terror de ETA: la necesaria e individual reparación moral y de justicia, y la creación de un depósito de recuerdos y experiencias, etcétera, que permita transmitir entre generaciones el recuerdo ejemplar del dolor que la infamia produjo.

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