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Mi tío Antonio López Torres y algunas consideraciones sobre la tarea de pintar

Quisiera evocar el tiempo en que mi tío Antonio López Torres me inició en la pintura. Nací el año 1936 en un pueblo de la llanura manchega, un pueblo joven, apenas sin historia, luminoso, donde parecía que todo estaba a la vista. Mi familia, tan numerosa, las gentes, las calles tan rectas, tan bien proporcionadas que parecían larguísimas, el pueblo tan habitado, el campo tan cerca, todo me parecía emocionante y protector. El mejor mundo para un niño. A uno de mis tíos, el mayor de los hermanos de mi padre, le veía ir y venir con el caballete, la caja de pinturas y un lienzo a las afueras del pueblo a pintar el campo, una imagen familiar para todos. Antonio López Torres el pintor, soltero, pequeño, nervioso, sensible, aprensivo, a veces con un gran sentido del humor, se destacaba de los demás de una manera involuntaria. Había estudiado pintura aquí en Madrid en los años veinte. Querido y admirado por todos, vivía años de penumbra dedicado a la enseñanza en algún instituto de la provincia, pintando siempre que podía. Era el mayor ejemplo de talento para la pintura que he conocido.

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Yo era su sobrino de mayor edad. Hacia los doce años comencé a dibujar unas reproducciones de pinturas del siglo XIX que encontré en una revista. Fueron muy alabadas por la familia; mi tío me veía dibujar. Yo esperaba que comentara algo, pero no decía nada, creo que me dejaba hacer, que esperaba. Yo sentía por momentos más interés por dibujar. Por junio de 1949, y sin que yo me atreviera a decirle nada, mi tío vio el momento de ocuparse de mí. Me dijo que esas copias que hacía, que tanto me gustaban, no era lo que tenía que hacer, que debía trabajar directamente del natural. En la casa de mis abuelos, en una cocinilla que daba a un gran corral, colocó contra la pared un motivo parecido a los que él mismo pintaba por entonces: una pequeña mesa de madera sin barnizar, con unas patas de tijera, semicubierto el tablero con un paño blanco, con una estrecha tira rojiza en el borde, y encima un puchero de barro, una cebolla partida y un pan grande redondo, rasgado con una cruz, al que le faltaba un trozo. Me dio una hoja de papel de bloc y me dijo que lo dibujara. Lo encajé en el papel con facilidad; ese poderlo hacer me sorprendía. Iba ilusionado todos los días y con el lápiz iba describiendo atentamente todos los elementos, el tablero en perspectiva, la relación de los objetos entre sí, el carácter material de cada cosa. Con el claroscuro trataba de conseguir el volumen, la rugosidad de la pared encalada, la sombra de los objetos sobre el tablero, las vetas de la madera. Me sorprendía cómo surgía la imagen en el papel, y a la vez me decepcionaba el resultado, me parecía pobre comparado con aquellas pinturas del siglo XIX que copiaba hacía poco. Mi tío se acercaba a veces, me hacía alguna observación, pero me dejaba trabajar tranquilo. En mis dudas me decía que a pesar de lo modesto del resultado, ésa era la verdadera forma de trabajo.

Mi tío colocó otro motivo parecido en casa de mis padres -la misma mesa, la misma servilleta doblada sobre el tablero veteado, el mismo puchero panzudo de barro con una zona vidriada y tiznado por el fuego, el mismo pan ya acartonado y un vaso de vino blanco- y me dijo que debía empezar a pintar. Me entregó un lienzo sobre un bastidor, unos pinceles y una paleta suya, rectangular. Estaba cubierta por una gruesa capa de pintura, restos de las mezclas de color durante tiempo, años. Durante varios días fui saltando estas duras capas de pintura que tenían la luz y el maravilloso color de sus paisajes. Los azules de sus cielos, los distintos verdes de sus vides y sus campos, los dorados de sus tierras. Me llevó varios días, y cuando por fin apareció la madera en toda su superficie, me ordenó en el borde superior los colores básicos: el blanco a la derecha, el amarillo de cadmio, el ocre, el bermellón, las tierras, el verde, el azul, el carmín, el negro... Colores que me parecieron maravillosos todos juntos, y en un orden que todavía sigo. Me colocó el lienzo en el caballete, y esta vez de pie, ya siempre de pie, un poco más retirado del tema, comencé a trabajar. Lo encajé en el lienzo suavemente con carboncillo y cuando terminé me dijo que empezara a pintar. Elegí para empezar el vaso de vino, y digamos que aquí empezó mi vida de pintor.

También he pensado a veces en la generosidad que tuvieron mis padres. Con trece años, llegué a Madrid con mis padres y mi tío Antonio a preparar el ingreso en la Escuela de Bellas Artes. El Museo de Reproducciones, El Casón, me causó asombro; allí me ejercité en el dibujo y descubrí el Arte de la Escultura. Y visitamos juntos por fin el Museo del Prado. Por fin veía las obras de los más grandes pintores, sobre todo de Velázquez. Acostumbrado a la pintura tan luminosa de mi tío, me parecieron oscuros, eran demasiado grandes para mi poco conocimiento. Al salir le confesé a mi tío que me gustaba más su pintura, y todavía recuerdo la cara que puso al oírme. En realidad me costó largo tiempo ir comprendiendo el lenguaje, el enigma de la pintura. Aún sigo aprendiéndolo.

De entonces a este año 2006 en que se me concede este Premio Velázquez ha pasado más de medio siglo. Entré en la pintura como en un jardín, y pronto percibí que el jardín era un bosque, prodigioso, arriesgado. He vivido este largo recorrido con entrega, a veces con zozobra. A esta aventura he dedicado con gusto mi tiempo, he encontrado a la mejor gente y he construido mi vida afectiva y profesional. En el camino he ido descubriendo el Arte; y qué maravillas he ido encontrando: Todo el Arte antiguo, Grecia; Vermeer, Velázquez, y el Gran Arte Español, tan cercano a la vida, tan noble. La música, la arquitectura, la literatura, el cine; algunos artistas de nuestro tiempo; cuánto nos enseñan y cuánto nos ayudan a vivir. Solamente por penetrar un poco en el espacio del Arte como espectador ha merecido la pena. Además, tengo por delante un buen tiempo de trabajo.

Extracto del discurso de Antonio López.

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