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Tribuna
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El laberinto de la historia

Quizá no son muchos, pero tampoco excepción, quienes viven el presente con sensación de mareo que, a nivel general, pudo comenzar con la caída del muro de Berlín y la finalización de la bipolaridad de la guerra fría, y que a nivel español va ligada a la llamada segunda transición, la reinvención de España, y que en concreto se centra en el nuevo Estatuto catalán y en el alto el fuego permanente declarado por ETA. Pérdida de memoria, futuro incierto: ésa es la sensación de mareo.

Nuestro presente tiene dificultades con el pasado. Por un lado con el pasado de ETA. Ésta será pasado si da el paso definitivo que aún debe: el anuncio de su desaparición definitiva. Pero la ausencia de los asesinados seguirá siendo presente, valga la paradoja. Vamos a tener graves dificultades para conjugar el pasado que debe ser ETA con la presencia debida a los asesinados. No basta con afirmar que las víctimas merecen dignidad y respeto. Se trata de preguntarse cómo se mantiene la presencia de los asesinados a pesar de que el causante de su muerte pase a ser pasado. El debate sobre el significado político de los asesinados, sobre el protagonismo que deben tener las víctimas refleja con claridad esa dificultad.

Se trata de saber si seremos capaces de que la desaparición de ETA no se trague en su torbellino de esperanza la presencia necesaria de los ausentes, de los asesinados, presencia que no debe ser negada en la reforma que se acuerde del Estatuto de Gernika. En la tristeza mostrada por Maite Pagazaurtundua se percibe el miedo a que la fuerza de la indiferencia y la necesidad de buena conciencia de la mayoría de los vascos haga imposible la presencia de los ausentes. O que esa presencia sea puro folclore.

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Tenemos dificultades con el pasado de la Transición. Entre la proclama de la necesidad de una segunda y el conjuro del consenso que hizo posible la primera se está quebrando la relación con ese pasado. Se citan las condiciones difíciles del parto constitucional, los poderes fácticos que lo condicionaron -olvidando que ETA fue uno de ellos-, para argumentar la necesidad de dar nuevos pasos. Se afirma que algunas previsiones constitucionales han perdido valor al generalizarse las autonomías, que ese cambio debe ser reconducido -el problema no se puede reducir, pues, a cambio frente a inmovilismo, está en si los cambios son aceptables o no-. Se insiste en la necesidad de dar un impulso definitivo al desarrollo autonómico.

Pero se olvida que todas las constituciones nacen en momentos difíciles, pues todas son fruto de una revolución, o de una derrota, o de una desintegración social. Lo normal es que haya condicionantes. Y la fragilidad que ello produce es más razón para andar con cuidado que para su puesta en cuestión. Pero lo importante de la historia constitucional es que precisamente lo que se critica, la generalización de las autonomías que borra la diferencia entre nacionalidades y regiones, es lo que ha facilitado la asunción de la España autonómica por parte de una gran mayoría. Es una gran conquista.

No es cuestión de poner en duda la necesidad de ajustes en la España autonómica, los cambios consolidan la realidad. Pero se han de abordar sin poner en peligro lo que la generalización de las autonomías ha conseguido: una socialización increíblemente eficaz del modelo autonómico. Las reformas de la norma fundamental son convenientes para su fortalecimiento. Pero no abrir un periodo constituyente permanente: así se deshace lo andado. Y empezamos a caminar en esta segunda transición perdiendo lo que en el camino recorrido se había conseguido: la práctica unanimidad en la aceptación de la España autonómica.

También tenemos dificultades con la memoria y la valoración de la República, con las causas de la Guerra Civil, con la manera de recordar a las víctimas de la guerra y del franquismo. El franquismo tuvo buen cuidado de recordar a unas víctimas. Es necesario recordar las otras, las obviadas en la transición. Pero quizá convendría recordar que la memoria del significado político de las víctimas de la guerra y del franquismo está en la Constitución en la medida en que crea una España democrática, social y autonómica, reconociendo el valor de la ciudadanía, los derechos fundamentales, la función social de la propiedad y la pluralidad reflejada en la cooficialidad de las lenguas españolas, en instituciones autonómicas con poder político, referentes para identidades plurales y complejas. Una España asumida por casi todos.

Es necesaria la memoria de la República y no olvidar los causantes de la Guerra Civil -Franco y sus apoyos- para tener una guía de futuro. Todas las sociedades necesitan fijar su mirada en momentos significativos de su historia, especialmente cuando en ellos se ha ensayado libertad, derecho y justicia.

Pero sería peligroso que, a rebufo de esa memoria necesaria, cabalgara un intento no declarado de expulsar a la derecha actual del espacio democrático, por mucha crítica que merezca. Uno de los elementos de la historia de España a no olvidar es que de la división de la sociedad nunca surge nada bueno, especialmente de la división sobre las normas básicas.

La memoria de los peligros de la división social es necesaria para abordar un futuro suficientemente incierto. El alto el fuego permanente de ETA no es su última palabra. Falta otro paso, el anuncio de su desaparición definitiva. Y faltan otras cosas, como la conciencia clara de lo que ha sucedido y la asunción de responsabilidades por parte de todos los que las han tenido. Y falta ver cómo se recompone el mapa político vasco y español cuando ETA desaparezca, cómo va a recomponer la sociedad vasca su autocomprensión, la conciencia de sí misma, su pluralismo.

Tampoco es previsible cuál va a ser el futuro de la estructura territorial y del reparto de poder territorial en España. El Estatuto aprobado en el Congreso poco tiene que ver con el aprobado por el Parlamento catalán. Se puede asumir que el Tribunal Constitucional lo avalará dando una interpretación normativa y eliminando formulaciones ambiguas. Pero no tiene demasiado sentido decir que no ha sucedido nada: será el futuro a medio y largo plazo el que establecerá las consecuencias efectivas del camino iniciado sobre la fortaleza del Estado. Los años pasados enseñan que la historia no siempre camina en línea recta, que lo hace por vericuetos no previstos. Dios, dicen, escribe con renglones torcidos. Descartes recurría al dios maligno para explicar lo inexplicable. Hegel recurrió a la astucia de la Historia y Popper recordó que las ciencias humanas analizan cómo al hombre le sale al revés todo lo que intenta.

La ingeniería social es tentación muy moderna. Niega el futuro y lo somete al presente dominado. El mismo presente omnipotente que niega cualquier pasado para poder ser libre para decidir: una libertad vacía, sin pasado ni futuro, fuente de toda clase de incertidumbres.

Joseba Arregi es profesor de Sociología en la Universidad del País Vasco.

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