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Reportaje:APROXIMACIONES

Por 'La experiencia abisal'

Que la extraordinaria conjunción de sencillez, hondura y belleza de la obra de San Juan de la Cruz no haya tenido entre nosotros una descendencia digna de ella sino en la segunda mitad del siglo XX debería hacernos reflexionar sobre la discontinuidad cultural española a la que apuntó en su día, de modo certero, Vicente Lloréns. Si en el ámbito de la poesía fue San Juan un pájaro solitario como el que perfiló en uno de sus escritos en prosa más leves y diáfanos -escrito que inspiró por cierto una aguijadora reflexión de Antonio Saura-, el temor religioso o afasia que suscitaba su figura se extendió igualmente al campo de la crítica peninsular, desde Menéndez Pelayo a Dámaso Alonso y otros poetas de la mal llamada generación del 27, exceptuando, claro está, a Cernuda. Los primeros estudios consistentes de su obra, no lo olvidemos, vinieron de fuera: de Jean Baruzi y Gerald Brenan a Michel Certeau o al luminoso ensayo de Colin Peter Thompson. Vacío poético y erial crítico paliado luego por voces de Iberoamérica, como las de Paz y Lezama Lima, así como por el estudio, por Luce López Baralt, de las misteriosas convergencias existentes entre la obra del reformador carmelita y el sufismo árabe y persa.

La coraza de la ortodoxia implica intolerancia, marginación, destierro, castigo
Incertidumbre es la palabra clave, la puerta abierta al territorio de la duda

La aproximación de José Ángel Valente a la mística en el curso de los años sesenta impregna y fecunda desde entonces tanto su labor poética como ensayística. Su interés apasionado por la obra marginada y oculta de Miguel de Molinos se concretó en su edición de la Guía espiritual, cuyas límpidas aguas descubre y explota con el poder acuomántico de un zahorí. Calar en De Molinos, en la experiencia abisal, desolada, de De Molinos -el mejor y más aprovechado lector de San Juan-, le conduce, muy naturalmente, a la busca de esos "cristianos sin Iglesia" que rescata Kilakowski en su impresionante ensayo, y de éstos, al encuentro de otras voces singulares que llegan, como en Cántico espiritual, al finisterre de la palabra.

La radicalidad y extrañamiento de la poesía de Valente, como la de poetas del fuste de Celan y Jabès, le convierten en un autor irreductible a los esquemas y clasificaciones entomológicas de los académicos, profesionales y teorizadores de la literatura o, en sus palabras, "al totalitarismo rigor del método y su formulación". Sus lecturas omnívoras carecen de fronteras culturales y, por consiguiente, sus poemas y ensayos también. Ajena del todo a los criterios nacionales y etnocéntricos, la poesía de Valente es atópica, ilocalizable. Hay que recurrir a la vara mántica para descubrir sus cauces secretos. Éstos se alimentan de distintos caudales y configuran una geografía del exilio que es la de Cernuda, Jabès y Celan. Como dice el autor de La piedra y el centro, "la singularidad de una obra de arte es tanto más acusada cuanto mayor es el número de elementos que en ella se unifican". La supuesta autoridad normativa del mundo universitario y el espíritu tribal de los que él llama "profesionales del conformismo, del miedo o del halago" han mostrado respecto a Valente una incapacidad patética para captar esa singularidad. ¿Cómo encajarla en sus cuadros sinópticos, reducirla a sus fórmulas perentorias? Mejor tildarle a él de arrogante y oscuro, en suma, de descalificarle, sin que a ninguno de estos dómines se le haya ocurrido que "el arte no clasifica, desclarifica", como resumió Marcel Schwob, uno de los maestros de Borges.

La experiencia abisal me pare

ce una obra clave en la medida en que nos conduce a las fuentes de esa singularidad. Libro mántico y libro brújula, rastrea los senderos creadores, visibles o soterrados, del poeta, desde Material memoria a Fragmentos de un libro futuro, y nos impulsa a releerlo no del comienzo al fin sino del fin al comienzo. Una operación similar -lectura à rebours- a la que lleva a cabo el poeta en sus aproximaciones sucesivas al autor de El libro de las preguntas: "El contacto con la poesía de Jabès no determina propiamente las líneas fundamentales de mi escritura subsiguiente. Determina algo para mí mucho más decisivo: una nueva perspectiva de lo que yo había escrito hasta ese momento".

¿Cuál es el común denominador de los ensayos que componen el libro o de los poetas y autores que unen a Valente con lo que yo llamo el árbol de la literatura, de una literatura que, no olvidemos, arraiga, crece y se ramifica en el vasto y frondoso bosque de las letras? Este núcleo imantador lo hallo yo, sin pretensión reductiva alguna, en la presencia reiterada a lo largo de sus páginas de términos como exilio, extrañamiento, ortodoxia, represión, disimulo, herejía. Todos ellos parten como flechas de un arco tensado: de esa varilla con una cuerda sujeta a sus extremos -poder político, autoridad religiosa-, destinada a lanzar, a expulsar lo más lejos del sistema a cuantos no comulguen con él. La coraza de la ortodoxia implica intolerancia, marginación, destierro, castigo. Tal fue el drama de los conversos y criptojudíos a lo largo de cuatro siglos: el de quienes se atrevieron a pensar y a obrar conforme a su conciencia, fuera del hilo conductor de la creencia impuesta y de la infalible jerarquía eclesial.

"¿Es ésta la materia de la historia?", se pregunta Valente. "¿La imagen del espíritu víctima de la hoguera o los exilios? ¿Serían los exilios una forma constante o necesaria de la historia misma: la negativa del espíritu a aceptar, cualquiera que sean sus formas, toda no libertad que quieran imponerles la fuerza o el poder?".

Para añadir a continuación: "Destierros o exilios (caracterizan) el ritmo respiratorio de la historia española hasta tiempos muy próximos. Destierro, exilio, expulsión: tal es la constante".

La experiencia personal de Valente y la mía propia nos predisponía a analizar esa constante que también nos afectó. De ahí, su interés por la difícil supervivencia de la conciencia individual frente a la temible síntesis del poder político y de la ortodoxia religiosa con la que contendieron fray Luis de León y Juan de Ávila, Juan de la Cruz y Miguel de Molinos, así como por la diáspora provocada por la Guerra Civil, diáspora a la que pertenecen dos autores de referencia del poeta: Luis Cernuda y María Zambrano. Valente busca los orígenes de la intolerancia común a la mayoría de creencias religiosas -y muy particularmente a las tres religiones monoteístas- y la encuentra en "la fusión del contenido de la creencia con los mecanismos de defensa teologicojurídicos, es decir, en la integración del rigor de la fe con los rigores del derecho". Dicha fusión se produjo, como sabemos, en el ámbito de la cristiandad, el del islam y el de la diáspora hebrea. Si los místicos de la Cábala y de la sufa fueron marginados y objeto de acoso y condena -recuérdese la crucifixión de uno de ellos, Al Hallax, cuya obra estudió Massignon-, sus hermanos espirituales de Europa no corrieron mejor suerte.

La vida de Juan de la Cruz, san-

to de la Iglesia, no fue precisamente un lecho de nardos. La minuciosa biografía de fray Crisógeno de Jesús evoca las circunstancias de su detención, las condiciones de su encierro en una mazmorra de Toledo y los sañudos castigos físicos y humillaciones que sufrió de manos de los Calzados. Todo ello inspiró mi novela Las virtudes del pájaro solitario, una modesta tentativa de restituir a la literatura al manuscrito que tuvo que tragarse en su casita de la Encarnación en el brete de ser apresado. Como recuerda oportunamente Valente: "La primera redacción del Cántico espiritual dedicado a la incomparable Ana de Jesús es de 1584. Nada se imprime de la obra de San Juan de la Cruz hasta 1618, casi 30 años después de su muerte. De las obras publicadas en esa fecha queda excluido el Cántico o, las Canciones de la esposa, como las llamó su autor en carta de 1586 dirigida a Ana de San Alberto, priora de Caravaca.

La primera edición, en francés, se hace en París en 1622; la primera edición en lengua española es la de Bruselas de 1627. En la Península no aparece hasta 1630. Fue, pues, el Cántico (iniciado en Toledo, pero escrito sobre todo durante el gran periodo creador de Beas, de Baeza, de Granada) una obra que no ignoró ni la ocultación ni el exilio. Hoy se reafirma, con deslumbrante claridad, como el punto central de la tradición lírica española". (Tampoco estaría de más recordar que la canonización del reformador del Carmelo se produjo a los 130 años de su muerte, un lapso cuatro veces mayor que la de en verdad exprés o por DHL de san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei).

En cuanto a De Molinos, heresiarca, que no santo, de su particular devoción, Valente rememora su lectura a través de la mano amiga del novelista cubano Calvert Casey -¡todavía otro exiliado!-, y reproduce, en el ensayo que le dedica, el estremecedor poema escrito 26 años antes sobre la siniestra ceremonia de su abjuración forzada en la iglesia de Santa María Minerva de Roma, de hinojos y con un cirio en las manos atadas: "Y tú en medio, / tú solitario bajo las insignes galas / del otoño romano, vestido de amarillo, / taciturno y secreto, / aragonés o español de la extrapatria, ibas, / aniquilada el alma, a la estancia invisible, / al centro enjuto, Michele, / de tu nada".

El interés de Valente por lo que llama con acierto "funcionarización de lo divino" le lleva a leer la historia de España desde los márgenes de lo expulsado por ella a partir de 1492. Si la lectura contrapuesta de Blanco White y Américo Castro a la de Menéndez Pelayo fue seminal en el contexto de mi obra novelesca y ensayística a partir de Don Julián, la de Valente, centrada en historiadores de la diáspora judía como Yovel y Yerushalmi, llegan a conclusiones similares: a un afán de recuperación de las ramas amputadas del árbol por los cancerberos de la fe y sus ubicuos malsines: "La ideología y la estirpe, la Inquisición y la limpieza de sangre imponen su ley. No hay cabida para protestantes, erasmistas, alumbrados, judíos, moriscos o -más tarde, pero como fenómeno de igual naturaleza- para afrancesados, masones, republicanos. Se inicia así un prolongado y tenaz proceso de aplastamiento de la diferencia en un país que había nacido y se había conformado en la diversidad".

Párrafo aparte en su laboreo

de reinterpretación y rescate, merece un espléndido ensayo sobre Gracián, descendiente probable también de quienes "recibieron el bautismo de pie" y perdieron su honor, como dijo el nuncio papal, Baltasar Castiglione, a Alfonso de Valdés, "prima che nasce (rent)". El gran aragonés, cuya obra fue uno de los escasos iconos de un profesional de la iconoclastia como Guy Debord, sufrió en su espíritu y respiración vital la asfixiante atmósfera creada por la conjunción de la monarquía absoluta de los Habsburgo y una no menos opresiva jerarquía eclesial, conjunción que vemos repetirse hoy en las teocracias árabes del Golfo. Frente a ella busca la salvación, la mera supervivencia individual -ese conmovedor "j'ai vécu" con el que respondió el Abbé Sieyès a quienes le reprochaban su silencio durante los años del terror revolucionario-, en las estrategias defensivas de los conversos, tras las que Valente denomina "infinitas pantallas de ocultación". Los aforismos de El oráculo manual resumen, en efecto, "un mundo de argucias, estratagemas y cautelas": estas "jibias de interioridad" que convierten al "vivir en verdadero saber". Los grandes poetas y creadores rusos de la época estaliniana hubieran aplaudido sin duda, de haber tenido conocimiento de ellas, dichas perlas de sabia condensación que componen un verdadero arte de preservar la interioridad amenazada. Cito dos de ellas, espigadas por Valente en su ensayo: "Atajo para la persona: saberse ladear". "El más práctico saber consiste en disimular".

La experiencia abisal traza una

sutil cartografía interpretativa de cuanto late y alienta bajo las ruinas de una modernidad frustrada tanto en la vieja como en la Nueva España -como muestra Octavio Paz en su bellísimo ensayo sobre sor Juana-, pero que produjo sus fotos en la diáspora sefardí. La segunda mitad del siglo XVII marca en efecto el auge del pensamiento y de la razón individual en el ámbito del judaísmo del exilio y el de los llamados ignominiosamente "marranos". Pues el camino que se bifurca en función de las circunstancias históricas de la Península, no es sólo el que conduce al desarrimo absoluto del alma en De Molinos y al arte precavido de Gracián; se ramifica también, a partir de Fernando de Rojas -otro superviviente silencioso, como el Abbé Sieyès- y Urial da Costa -magníficamente estudiado por Yirmiyahu Yovel- en el racionalismo religioso y el panteísmo de Baruch Spinoza. La ceremonia de exclusión de la comunidad a la que fue sometido el futuro autor de la Ética por el tribunal rabínico de Amsterdam es la piedra fundacional de un proceso de emancipación de la tutela religiosa, sacudida ya extramuros por la obra de Descartes: "Maldito sea de día y maldito de noche, en el sueño y en la vigilia, maldito a su entrada y a su salida. Quiera el Eterno no perdonarle jamás. Quiera encender toda su cólera contra él y abrumarle con todos los males mencionados en el libro de la Ley y que su nombre sea borrado en este mundo y para siempre jamás".

El pío deseo de los rabinos no se cumplió, y Spinoza se nos aparece hoy como el lúcido sefardí de la diáspora que sentó las bases de una ética no sujeta a credo alguno o, en palabras de Valente, de "la disolución del dogma, la no pertenencia a ninguna de las religiones históricas, la indestructible fuerza de la debilidad y de la incertidumbre". Incertidumbre, aquí está la palabra clave. La puerta abierta al territorio de la duda, al que también nos invita a penetrar Cervantes. El comienzo de la aventura humana tras la caída de la cúpula protectora de la divinidad. La fortaleza del pensamiento desde la conciencia de su irremediable desvalidez. La experiencia de los poetas que, como Celan o Jabès, viven a la intemperie y extraen de la desolación la savia preciosa del verbo creador. José Ángel Valente pertenece a esa estirpe: su obra de madurez borra las fronteras entre poesía y metafísica, encarna la paradoja de quien se afirma en el acto mismo de asumir su desamparo y precariedad.

FERNANDO VICENTE
FERNANDO VICENTE

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