Optimismo y riesgos
Forma parte de las tareas de las instituciones económicas emitir mensajes de optimismo tanto en tiempos de crecimiento tranquilo como de incertidumbre. En el primer caso se refuerza la confianza de los inversores, mientras que en el segundo se intenta apuntalar los ánimos decaídos de los agentes económicos. La reciente declaración de los gobernadores de los bancos centrales de los 10 países más ricos del mundo debe encuadrarse en el primer caso, y con razón. Puede legítimamente anunciarse que la economía mundial crecerá este año al mismo ritmo al menos que en 2005 -el 4,3%, una tasa nada despreciable-; incluso está en la lógica de las tendencias económicas actuales suponer, como explicó el portavoz del G-10, que el crecimiento puede ser algo mayor.
Aunque los inversores hayan recuperado la confianza y abunden los parabienes entre los gobernadores más poderosos del mundo, se echa de menos una explicación algo más detallada sobre los factores que pueden torcer esta senda de crecimiento alegre y confiado, como la difusa crisis del petróleo, que ha obsequiado a las economías mundiales con un encarecimiento medio del 46% durante el pasado año. Además, la subida del coste del dinero en la Unión Económica y Monetaria (UEM) parece inocua hoy, pero no contribuye precisamente a mantener el potencial de crecimiento del mercado inmobiliario en Europa y, sobre todo, en España.
No deja de resultar significativo que este contraste entre optimismo oficial y riesgos latentes se reproduzca en los mensajes económicos del Gobierno español que últimamente protagoniza un entusiasta José Luis Rodríguez Zapatero. En el caso de España, parece existir un acuerdo entre los economistas en que el modelo actual de crecimiento, basado en la construcción y el consumo, está en vías de agotamiento. La eufórica enumeración de los indicadores económicos que aplica con entusiasmo Zapatero -crecimiento por encima de la media europea, altas tasas de creación de empleo, cuentas públicas con superávit- es correcta, pero debería completarse, al menos, con la persistencia de un diferencial de inflación con las economías europeas de más de un punto y su correlativa pérdida de competitividad que se manifiesta en el enorme agujero del comercio exterior. Si se producen nuevas subidas del coste del dinero, el motor del crecimiento económico en España -el dinero barato en relación con la tasa de inflación- irá apagándose poco a poco, sin que los programas de intensificación de capital tecnológico promovidos por el Gobierno hayan producido todavía los resultados apetecidos debido a sus largos plazos de maduración.
Hace bien el presidente del Gobierno en anunciar reformas económicas para adelantarse a una desaceleración económica a medio plazo. La economía española sufre hoy de los mismos males que a mediados de los noventa: mercados inflexibles -como el energético, donde en estos momentos se está librando una batalla política inconcebible en mercados más maduros-, y déficit en infraestructuras y capital tecnológico que ahondará la falta de competitividad de las empresas españolas. Se añade la amenaza permanente de que nuevas crisis petroleras minimicen la tasa de crecimiento debido al elevado consumo de energía por unidad producida en España. Por más correctas y eficaces que sean las medidas incluidas en las reformas sugeridas, queda la duda de si no se han perdido casi dos años en definir políticas de actuación económica que deberían haber estado claras y dispuestas en los primeros meses de gobierno.
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