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Mirando al Mal de frente

La insignificancia del ser humano a escala cósmica explica la necesidad de encarnar las grandes abstracciones en personas concretas. El mecanismo equivale a una conversión de escalas para adaptar lo absoluto de ideas como el bien y el mal a la capacidad limitada de nuestro entendimiento. El bien (es decir, el Bien con mayúsculas, relacionado con la idea de una Humanidad mejor) tiende a explicarse mediante la figura del héroe anónimo, el individuo solo en un mundo diabólico que entrega su vida a mejorar la de los demás. Es como si el bien exigiera dar rodeos, como si una persona no bastara para abarcarlo y necesitara de un contexto y muchas explicaciones para revelar todo su significado.

Milosevic y Sadam Hussein muestran la arrogancia del Mal cuando está entre rejas
El consenso es inmediato a la hora de ponerle cara al Mal

El Mal es diferente. A diferencia del Bien, el Mal absoluto tiene un nombre, Adolf, y un apellido, Hitler; y, parafraseando al senador estadounidense Jesse Helms al referirse a la pornografía, "puedo reconocerlo fácilmente si lo veo". Pol-Pot, Goebbels, Stalin,... El consenso es inmediato a la hora de ponerle cara al Mal. Al parecer, sus contornos están definidos de manera más nítida que los del Bien en el baúl de nuestro entendimiento. Pero Hitler se suicidó antes de que pudiéramos reprocharle cara a cara lo que hizo.

Hoy día, en cambio, la justicia ha desarrollado mecanismos más sutiles que el gatillo de un revólver para sentar al Mal en el banquillo y presentarnos su retrato fijo. Los juicios a encarnaciones del mal tan de carne y hueso como Adolf Eichmann, Augusto Pinochet, Slobodan Milosevic y Sadam Hussein nos permiten mirar al Mal de frente, observar sus facciones e intentar descubrir en la mirada ese brillo que nos permita decir "ahí está, eso es el Mal". La sensación es inquietante, como al final de una obra de teatro, cuando el público aplaude y los actores, desprovistos ya de sus respectivos papeles, saludan, sonríen y hacen reverencias. En cuestión de segundos, sus rostros se transforman. Sus facciones encajan de manera diferente. Su boca, su mirada, incluso su cabello se relaja y de repente son humanos, tan humanos como el público que aplaude. Algo ha cambiado, ha desaparecido la distancia reverencial entre público y actores.

Ver a Milosevic y a Sadam defenderse en los juicios contra ellos produce una sensación similar: ya no hay nada de abstracto en la idea de Mal, porque se mueve y habla como nosotros. Sin darnos cuenta, estamos mirando al Mal de frente. Adolf Eichmann fue el jefe del Departamento de Asuntos Judíos de la Gestapo entre 1941 y 1945 y el responsable por tanto de la deportación de al menos tres millones de judíos a los campos de exterminio. Durante su juicio en Jerusalén, en 1961, Hannah Arendt acuñó su famosa frase sobre "la banalidad del mal". En efecto, el Eichmann que se sentaba en el banquillo de los acusados era un hombre corriente: su incipiente calvicie y su traje oscuro con camisa blanca y corbata le daban un aire de oficinista cualquiera; las gafas de pasta dura y el semblante concentrado, en pie, respondiendo a las preguntas, lo asemejaban a un contable acusado de delitos monetarios más que a un monstruo exterminador.

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Milosevic y Hussein, por el contrario, muestran la arrogancia del Mal cuando está entre rejas. El genocida serbio se sienta desde hace casi tres años en el banquillo de los acusados del Tribunal Penal de La Haya con su pelo canoso peinado hacia atrás y la cara ligeramente hinchada, perfectamente trajeado. Acusado de 66 cargos por crímenes de guerra y contra la Humanidad, Milosevic, abogado de sí mismo, actúa con dureza e interroga despiadadamente a los testigos y víctimas de sus crímenes que han declarado ante el tribunal.

Hussein ofrece una mezcla de esa misma audacia indómita con el lado patético del hombre desconectado de la realidad circundante. El dictador paranoico que gobernó Irak de manera despiadada durante 24 años no ha cesado de desafiar al juez y al fiscal. No se ha privado de mencionar en público coordenadas precisas de la ubicación de la sala de juicios y el campo de detención en el que pasa la mayoría de su tiempo, coqueteando de hecho con la posibilidad de un imaginario rescate a manos de insurgentes fieles al líder depuesto. Con camisa blanca abotonada hasta el cuello y sin corbata, la barba gris recortada y el pelo teñido de negro, Hussein gesticula y levanta la voz y el dedo índice, pero al bajar la guardia, su mirada es la de un hombre viejo aturdido por la realidad que todavía se repite "esto no me puede estar pasando a mí".

Ganar tiempo, tácticas dilatorias: es lo único que les queda. A Pinochet, ni siquiera tiene eso. Ya no hay tiempo para su salvación que no sea la salvación eterna. A sus 91 años, la justicia de su país le mantiene en arresto domiciliario y ha procesado además a su mujer y a su hijo. Sus víctimas rezan porque la acusación en firme llegue antes de que el Juicio Final de su fe católica se lo lleve.

En la Audiencia Nacional, los terroristas de ETA se muestran despreocupados y desafiantes, y conversan entre ellos detrás de las jaulas de cristal que los protegen: son el reflejo del Mal que todavía se resiste a asumir su condición de tal, pero, al son del martillo de los jueces, el delirio asesino que no ven es descrito implacablemente en condenas penales, caso a caso. Así, el mal pierde el derecho a la mayúscula mientras la justicia (cuando es justa) le despoja de sus atributos cósmicos.

Borja Bergareche es abogado.

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