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La Ronda del Desarrollo que nunca existió

Joseph E. Stiglitz

Por muchas medidas que se tomen para cubrir las apariencias, la reunión que comienza hoy en Hong Kong para concluir la Ronda del Desarrollo de las negociaciones del comercio mundial fracasará, casi con certeza, en el único aspecto que importa, el de saber si dicho acuerdo sirve para fomentar el desarrollo de los países más pobres. Los cínicos dirán que los países avanzados, siguiendo la tradición de acuerdos comerciales anteriores, pretendían hacer solamente unas mínimas concesiones y, al mismo tiempo, "vender" lo mejor posible el producto, con el fin de lograr que los países en vías de desarrollo se sumaran al proyecto.

Todo lo que ha ocurrido desde que comenzó la Ronda del Desarrollo en Doha, en noviembre de 2001, me ha decepcionado profundamente. Cuando era economista jefe en el Banco Mundial, examiné la Ronda Uruguay de 1994 y llegué a la conclusión de que tanto su agenda como sus resultados eran discriminatorios contra los países en vías de desarrollo. En marzo de 1999 acudí a la sede central de la Organización Mundial de Comercio en Ginebra para pedir la realización de una ronda del desarrollo que abordara estos desequilibrios.

Hace dos años, la Commonwealth, un variado grupo formado sobre todo por antiguas colonias británicas, países del norte y del sur, me encargó que elaborase un estudio sobre cómo debía ser una auténtica ronda del desarrollo. Este mes, Oxford University Press publica una versión ampliada de aquel informe, con el título Fair Trade for All: How Trade can Promote Development [Comercio justo para todos: Cómo el comercio puede promover el desarrollo].

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Ni por cómo se concibió, ni mucho menos por cómo ha evolucionado, merece la Ronda del Desarrollo actual su nombre. Muchos de los temas que ha tratado no tenían que haber estado presentes en el orden del día de una ronda verdaderamente dedicada al desarrollo, y muchos aspectos que debían haber figurado en la agenda han estado ausentes.

La agricultura no es el único problema comercial -ni siquiera el más importante-, aunque está claro por qué se ha convertido en algo crucial. Cuando comenzó la Ronda Uruguay, hubo un gran pacto para ampliar el orden del día e incorporar los servicios y los derechos de propiedad intelectual, dos aspectos que preocupan especialmente a los países desarrollados. A cambio, los países ricos harían concesiones importantes en agricultura -la forma de vida de la inmensa mayoría de la población en los países en vías de desarrollo- y las cuotas textiles, el único sector comercial (aparte del azúcar) en el que siguen existiendo restricciones cuantitativas.

Al final, los países desarrollados consiguieron lo que querían y a los países en vías de desarrollo se les dijo que tuvieran paciencia, que los países desarrollados acabarían por cumplir su parte del trato. Los países ricos, al mismo tiempo que instaban a los países en vías de desarrollo a hacer rápidos ajustes, aseguraban que necesitarían 10 años para hacer la transición a un régimen textil libre de cuotas. En realidad, lo único que hacían era ganar tiempo; durante una década no hicieron nada, y, cuando las cuotas llegaron a su fin, el pasado mes de enero, alegaron que no estaban listos y lograron negociar una prórroga de tres años con China.

Lo que ocurrió en la agricultura fue todavía peor. A pesar de que se daba por supuesto que se iban a reducir los enormes subsidios y restricciones de los países ricos, los estadounidenses casi duplicaron sus subsidios. Sin embargo, como cualquier negociador astuto, Estados Unidos aseguró que, en el peor de los casos, había violado el espíritu del acuerdo, pero nunca la letra.

Como es natural, Estados Unidos había incluido en la letra pequeña una categoría de subsidios agrarios permitidos -los que no distorsionaban el comercio- y todos sus incrementos pertenecían a ella. Pero, por lo visto, Estados Unidos pensaba que prácticamente nada de lo que hacía causaba distorsión (en cambio, todo lo que hacía Europa distorsionaba el comercio. De hecho, uno de los grandes logros de Estados Unidos durante la última década fue el de atribuir todas las culpas a Europa).

Las afirmaciones estadounidenses no estaban basadas en ningún análisis económico, como determinó la OMC cuando dictaminó sobre los subsidios de Estados Unidos para el algodón. Un subsidio distorsiona el comercio si aumenta la producción (a no ser que, por arte de magia, incremente el consumo en la misma medida). Eso es precisamente lo que hacen los subsidios agrarios de Estados Unidos. Quienes opinan, en los países en vías de desarrollo, que ha habido una historia de negociaciones hechas de mala fe tienen bastante razón.

Todo esto deja hoy a los países en vías de desarrollo ante una dura elección: ¿les convendrá más aceptar las migajas que se les ofrecen? Esta decisión puede ser más difícil que nunca en estos momentos: ahora que tantos países en vías de desarrollo están convirtiéndose en vibrantes democracias, los electorados pueden castigar a los Gobiernos que acepten lo que mucha gente considera otro acuerdo comercial injusto.

Los negociadores de los países ricos, desde luego, utilizan grandes cifras para describir las ventajas de un acuerdo, por imperfecto que sea. Pero también lo hicieron la última vez. Los países en vías de desarrollo descubrieron que sus beneficios eran mucho menores de lo anunciado, y los países más pobres se encontraron, para su desolación, con que estaban peor que antes. En otras palabras, los países avanzados han perdido su credibilidad.

La gran victoria de la Ronda Uruguay fue el establecimiento de un imperio de la ley fundamental en el comercio internacional. Incluso el país más poderoso, Estados Unidos, ha tenido que rendirse de mala gana ante la decisión, por ejemplo, de que sus aranceles sobre el acero violaban las leyes comerciales internacionales. Es de suponer que lo mismo ocurrirá con los subsidios estadounidenses al algodón, las disposiciones sobre el dumping ilegal y los subsidios fiscales a los exportadores. Un imperio de la ley injusto es mejor que ninguno.

Pero ahora, una vez alcanzado ese objetivo, los países en vías de desarrollo necesitan examinar con detalle lo que se les está ofreciendo. ¿Serán mayores los beneficios -un mayor acceso a los mercados internacionales- que los costes de cumplir las exigencias de los países ricos? Es probable que muchos países en vías de desarrollo lleguen a la conclusión de que es mejor no llegar a un acuerdo que aceptar un mal acuerdo, especialmente uno tan injusto como el anterior.

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es catedrático de esta especialidad en la Universidad de Columbia. Fue presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente Clinton y economista jefe y vicepresidente del Banco Mundial. Es autor, entre otros libros, de El malestar en la globalización y Los felices noventa. © Project Syndicate, 2005. www.project_syndicate.org Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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