La prostitución al día
Existen, temas, asuntos, que son recurrentes. No porque su temporalidad la determine una ley natural inquebrantable, sino por la dejadez de quienes han de resolverlos. Uno de estos asuntos, penoso asunto, es la prostitución.
En Madrid y Barcelona, se recurre a entorpecer su desenvolvimiento habitual con el celoso cumplimiento de normativas municipales ya existentes y el refuerzo de otras nuevas.
En Bilbao, ahora hace aproximadamente un año, un movimiento ciudadano, también recurrente, asumió la persecución de las prostitutas que "ejercían" en la calle. Afortunadamente esto pasó.
Simultáneamente al despegue urbanístico y estético de un Bilbao que ha sido recuperado de la polución y ha nacido a la arquitectura de diseño, se ha consentido la degradación física y social de unas calles: Las Cortes, San Francisco y aledaños. En ellas la prostitución, tradicionalmente, se desenvolvía con la naturalidad de un entorno donde el respeto y la convivencia prevalecían más allá de consideraciones morales. El orden público no precisaba de un tratamiento especial en la zona, o al menos no se hacía notoriamente evidente.
Es necesario legalizar una actividad a la que únicamente la más hipócrita hipocresía social niega ver
Simultáneamente al despegue de Bilbao, se ha consentido la degradación física y moral de algunas calles
Tras los duros años de la penosa reconversión industrial y la entrada en el contexto sociológico de nuevos elementos: droga, inmigración y marginalidad, ha sido la indiferencia institucional, la que ha favorecido la huida de las familias que soportaban el entramado social del barrio, sustituidas por el desarraigo de nuevos vecinos, en situación de gran precariedad legal y económica.
La prostitución no ha desaparecido en la zona, sino que al igual que los otros estamentos vecinales se ha deteriorado hasta su nivel más ínfimo. Las prostitutas más desamparadas se esfuerzan por traspasar la frontera natural del puente de Cantalojas en un afán legítimo de un entorno que les ofrezca mayores seguridades físicas y económicas.
Frente a esta actitud expansionista, la respuesta de los vecinos y propietarios afectados, también legítima, aunque hipócrita, no es sólo de rechazo, sino de persecución. Están en juego importantes intereses económicos que pueden afectar al valor de sus inmuebles y negocios. Es razonable su preocupación y esfuerzo por preservar sus inversiones, algunas de ellas, producto del esfuerzo de toda una vida.
Lo que no parece de recibo es recurrir a planteamientos morales y de buenas costumbres cuando los mensajes audiovisuales a los que estamos todos sometidos, niños y adultos, rondan, con demasiada frecuencia lo escabroso, sin escándalo de nadie.
La prostitución también se ha transformado, y en la calle, solo permanece la prostituta de edad que ya ha quemado todas sus naves o la prostituta joven e inmigrante, (muchas de ellas africanas), a la que quizás, mafias y proxenetas, han robado algo más que ilusiones y esperanzas: la dignidad, que nunca se da sin libertad.
¿No sería más eficaz unir fuerzas, ideas, proyectos, para encontrar respuesta a un problema espinoso y poliédrico, donde se cruzan intereses tan dispares como el económico, social y humano?
Los intereses inmobiliarios no parecen ser del todo ajenos al conflicto y al declive consentido del barrio de Las Cortes y San Francisco ubicado en el centro de la Villa y permite preguntarse si no serán idénticos intereses económicos, pero en dirección opuesta, los que han propiciado el impune y permanente deterioro del barrio.
En las zonas de expansión se lucha porque los precios no sean afectados a la baja; en el barrio histórico y degradado, el objetivo parece ser el contrario: que los precios se desplomen.
Las preguntas se disparan sin respuesta: ¿A quién beneficia o puede beneficiar esta situación? ¿Con la dejación de quién o quienes se ha consentido? ¿Se contempla seriamente, desde las diversas instancias administrativas, dar respuesta estable, y no fugaz, a los complejos conflictos que colisionan entre sí?
No creo que la prostitución pueda erradicarse. La educación, el nivel de vida, un mayor y fácil acceso de la mujer a la vida laboral y una política salarial igualitaria son elementos imprescindibles para su desaparición, pero hay demasiadas variables, todas humanas, demasiado humanas, para engañarse y concebir esperanzas irreales.
Como en cualquier otro sector del mercado existen niveles de calidad: la prostitución callejera, frente a la ofrecida en los clubes y la de los apartamentos privados; ambas, igual de sórdidas y parecidas consecuencias, para quienes de ella viven. Solo cabe actuar con realismo y este exige, sin demora, regular la actividad de un colectivo, que pese a no participar en el P.I.B, (Producto Interior Bruto) mueve un flujo apabullante de dinero, del que la corriente económica del país se beneficia.
Lo contradictorio es que muchas de sus trabajadoras, algunas en la calle, mayoritariamente desarraigadas, no pueden, no saben, no son capaces de luchar por sus derechos. Es necesario legalizar una actividad a la que únicamente la más hipócrita hipocresía social niega ver, y oír, pero a la que se hace callar.
Rosa Sopeña es comunicadora.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.