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Columna
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Oír para ver

Una pistola y un abanico de plumas. Eso imaginaba Gómez de la Serna en un cajón de todas las mesas de despacho. Nos lo cuenta el poeta, crítico y columnista José-Miguel Ullán en una de las columnas que publicó en EL PAÍS entre 1994 y 1998, y de las que ahora se publica una selección, Como lo oyes (Articulaciones), Editorial Dossoles, en colección dirigida por el también poeta y crítico Miguel Casado. Se presentó en La Casa Encendida (que es casa porque te encuentras como en la tuya y está encendida de entusiasmo por la creación), junto con otro libro de la misma editorial, Buenas noticias para el lector de poesía, del ensayista y poeta Pedro Provencio.

Ullán (en cuyo escritorio habrá, sin duda, una pistola y un abanico de plumas) nos ofrece ahora estas (Articulaciones) cual prótesis necesarias contra la artrosis del pensamiento y la artritis de la expresión que, como males propios de una tercera edad, atacan a la escritura periodística, y más en tiempos de tercera vía, que deja osteoporosis en el esqueleto y lumbalgia en el alma. Conviene, pues, recurrir, en este otoño de dramón patrio, al humor con el que habla de "ese gran conjunto llamado a voces España (España)", que querría "ver en directo el suicidio ejemplar, siempre y cuando no coincidiera con la etapa final de la Vuelta Ciclista o con la comedia de siempre, la de Lina Morgan" (de quien, hoy por hoy, no sabemos si ha alcanzado también la tercera vía o sigue ensayando). Y habla de España (Espanya) estableciendo el difícil, umbilical vínculo entre la cultura más elevada y la más popular, rastrera si hace falta, y planteando igual dilema que, apunta, estaba ávido de resolver Valle-Inclán: si somos "almas en pena o hijos de puta". Algo de todo hay. Enemistado con el presente por su capacidad de olvido (aunque "total, para tener que volver a ajuntarte por las buenas o por las malas"), hace coincidir en la cocina (donde suena un bolero y se "respira amenidad de conjunto y hogareño estado de gracia, nuestras más esenciales carencias") a Rosa Luxemburgo y a Gracita Morales, a san Alberto Magno y a ese diablejo mariano que es Fernando Arrabal. Siempre de la mano de Celan y la Zambrano y Octavio Paz, se adentra en las zonas innobles de la casa, porque sabe que "lo conveniente está también ahí": gracias a las clásicas dotes interpretativas de Carlos Larrañaga en Farmacia de guardia, cuenta, los españoles se fueron aficionando a donar riñones. Como lo oyes...

Pero además, como el poeta que es, Ullán busca también en las columnas el "lenguaje maravilloso" y encuentra "ideas desprovistas del perfume de lo absoluto", y quiere cosas tan razonables como "devolverle a lo impar lo par" o nos recuerda que "toda plenitud depende estrechamente del vacío" y que "lo que se desea casi nunca se encarna". Rompe el silencio pero "sin mancharlo". Vive, como Lezama, fascinado por frases "donde el aliento insiste en que también la oscuridad es audible". Cuenta, como Malevich, Mondrian, Rothko o Tàpies, "lo real con todas sus desinencias", e invita, como la conversación de la Duras, "a precipitarse en lo improbable" y "a reconocerse en el libertinaje de despacharse a gusto (...) hasta que el sí y el no formen parte de una misma desnudez, de un desconsuelo común". Con "la virtud poética por excelencia: no tenerle miedo a nada", Ullán es extravagante, irónico y transgresor. Es político (ejerce "el añorado compromiso del escritor frente a la delicada realidad"). Es republicano (en este reino sin Haro). Es excéntrico necesario en un mundo descentrado. Es "deslenguado como toda idea barriobajera", por eso le brotan los ejemplos. Por eso diagnostica a la opinión pública ("ahora inyectada y luego sondeada") de hipocondria: "hablan de lo que se avecina sin disfrutar con lo que conviven". Es tan bueno que comprende que "la frase tan escuchada ('la culpa es tuya') en el fondo no encierra un reproche, sino el desvelo del otro por otorgarle alguna posesión, un territorio original de mando".

Necesitamos en los periódicos voces cultas y cachondas como la de este heterodoxo ilustrado y divertido, escritores para quienes una calle llamada Clara del Rey no suene a personaje notable, sino a "nutricio cacareo de la misma estirpe conventual que el tocino de cielo, el cabello de ángel o los pedos de monja". Es decir, columnistas sin pedos en la lengua y que escriban como los ángeles. Porque, si no, "¿hasta dónde, Señor, vamos a no llegar?".

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