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Trabas al matrimonio homosexual

Las relaciones entre moral, derecho y homosexualidad nunca han resultado cordiales. Uno de los episodios más destacados de esta desavenencia se produjo en el ámbito anglosajón, al revisarse en 1954 la situación de las leyes penales que criminalizaban la homosexualidad. En este contexto, el juez británico Patrick Devlin emitió una conocida justificación de la represión legal de las prácticas homosexuales, incluso en la esfera privada, al considerar que se trataba de una conducta corruptora de las costumbres aceptadas y que su generalización amenazaba la vida tradicional y los valores familiares; en palabras de Devlin, igual que la sociedad "está facultada a reprimir actos de traición y sedición que ponen en peligro al gobierno, también lo está para reprimir actos que amenazan con desintegrarla desde dentro". Frente a dicha perspectiva, Herbert Hart sostuvo que las comunidades no presentan una moral unitaria, unánime o eterna, sino que se definen por su pluralidad social y por la evolución de sus creencias.

La posición de Hart también se apoyaba en los postulados de John S. Mill y, en especial, en el argumento de que no se puede interferir en la libertad de acción de ningún individuo si no causa daño a otro, pues no resulta lícito imponer a alguien una determinada conducta porque pensemos que es la mejor para él o porque entendamos que es la moralmente correcta. Todas estas cuestiones guardaban indudable conexión con las formulaciones efectuadas años atrás por H. Bergson y K. Popper sobre los modelos de sociedad cerrada y abierta. Ambos pensadores aportaron una valiosa distinción entre las comunidades inspiradas en valores religiosos o tradicionales, que imponen a sus integrantes una moralidad estatal, y aquellas que se asientan en los principios de la democracia liberal, las cuales reconocen una variedad de formas de vida y salvaguardan para cada individuo un espacio moral inherente al libre desarrollo de su personalidad.

Aunque existen diferencias, resulta difícil no detectar el mismo trasfondo en el debate sobre la constitucionalidad del matrimonio homosexual en nuestro país. En todo caso, las razones que sugieren la adecuación legal de dichos enlaces parecen relevantes, a pesar de la desmesurada pasión que se ha exhibido frente a la reforma por parte de determinados sectores religiosos, políticos y judiciales. El artículo 32-1 de la Constitución reconoce el derecho fundamental del hombre y la mujer a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica; aunque la norma parece referirse a la unión heterosexual -al diferenciar a ambos cónyuges-, no incluye ninguna prohibición de que puedan contraer matrimonio ciudadanos del mismo sexo, lo cual implica que la extensión de este derecho supone una potestad del legislador ordinario, que podrá optar o no por dicha medida. En favor de la constitucionalidad de la ampliación de este derecho debe operar el principio de igualdad y no discriminación, reconocido en el artículo 14 de nuestra Carta Magna, y especialmente el mandato dirigido a los poderes públicos en el artículo 9-2 con el fin de "remover los obstáculos que impidan o dificulten la libertad y la igualdad de los individuos y los grupos en que se integra". Conviene recordar que el Tribunal Constitucional, ante un supuesto distinto, expresó que el legislador puede apostar por una regulación jurídica para que las parejas homosexuales "puedan llegar a beneficiarse de los plenos derechos y beneficios del matrimonio" (ATC 222/94), en consonancia con la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Además, la nueva Constitución Europea garantiza el derecho a contraer matrimonio sin mencionar la diversidad sexual de los contrayentes, a diferencia de la regulación originaria del Tratado de Roma.

Las alegaciones jurídicas contrarias a la reforma del Código Civil coinciden en afirmar que la institución matrimonial implica un carácter obligatoriamente heterosexual, tanto por razones terminológicas como por su naturaleza jurídica. Parece bastante forzada una interpretación de inconstitucionalidad desde esta óptica, de inspiración cercana a la idea de dogma inmutable o a la noción de sacramento, pues parte de la convicción de que al matrimonio no le afectan evidentes cambios sociales que deben comportar consecuencias en el mundo del derecho o de la semántica. En este sentido, cualquier diccionario etimológico nos mostrará que las palabras y su significado evolucionan al compás de los usos sociales. Y lo mismo cabe manifestar de las instituciones jurídicas. Hasta hace unas décadas, la noción de democracia sólo beneficiaba en su ejercicio a los varones de cierta capacidad económica, sin que la extensión del sufragio universal a otros ciudadanos haya implicado una alteración del vocablo original. Asimismo, la indisolubilidad del vínculo conyugal o la dependencia jurídica de la mujer fueron durante siglos elementos consustanciales al matrimonio; sin embargo, no parece que la pérdida de estos rasgos distintivos haya modificado la identidad de la institución matrimonial. Del mismo modo, tampoco resulta determinante el sexo biológico de los contrayentes para conceptuar el matrimonio y sus consecuencias normativas, pues lo relevante será el acuerdo de vida en común, la lealtad recíproca de la pareja y la unión de voluntades para establecer una comunidad doméstica basada en el afecto. Todo ello genera unas relaciones personales y patrimoniales reguladas por un ordenamiento jurídico que hasta ahora no amparaba a los ciudadanos homosexuales, lo cual constituía una patente discriminación añadida a la represión histórica de su orientación sexual.

Los detractores de la reforma se han esforzado en asegurar que los enlaces homosexuales suponen un ataque a la familia. No obstante, la extensión de este derecho a otros ciudadanos no limita ni perjudica las facultades en el ámbito familiar de las personas heterosexuales. Al contrario, la reforma permite fortalecer la institución de la familia, al incluir en su ámbito relaciones personales que no contaban con su protección jurídica. Por ello, determinadas apelaciones a las esencias perpetuas de la familia y del matrimonio significan un retorno al esquema tradicional de la sociedad cerrada, que no hace tanto aún arrinconaba a las madres solteras o a las parejas de hecho. Resulta inevitable recordar las admoniciones del venerable juez Devlin y compartir la respuesta formulada en su día por R. Dworkin: las leyes no se pueden perfilar desde una moralidad que se nutre de tópicos, reacciones emocionales o prejuicios antiguos. Ni tampoco desde la imposición de verdades últimas al conjunto de la sociedad.

Joaquim Bosch es juez.

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