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Columna
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Memoria de Haro

En la larga vida de Eduardo Haro -cinco años más corta que la mía, al día de hoy- caben muchos episodios, períodos, situaciones y vivencias. Una existencia tan jugosa como la suya, abrumadoramente infeliz en la parcela más íntima de los hijos, variada y rica en amigos. Yo estuve, durante varios años, en ese capítulo y el afecto llega hasta ahora. Han aparecido, antes que este, otros análisis de lo que fue, en su apariencia humana, intelectual, periodística, como observador y crítico versado en muchos matices, de una cultura envidiable.

Le conocí y traté en la segunda mitad de los años 50, cuando desempeñaba la corresponsalía de "Informaciones" en París. Por motivos que atañían a la salud de un hijo mío, hube de instalar a la familia en aquella ciudad, a la que me desplazaba frecuentemente, también por desempeñar en España la representación periodística del semanario "Paris- Match". Eduardo, con su primera y bella esposa, Pilar, vivían en un piso alto inmediato a la plaza de L?Etoile, que remata los Campos Elíseos, una atalaya afortunada en la más bella de las colinas de aquella ciudad.

Era hombre metódico, periodista concienzudo y voraz consumidor de la literatura y la historia del país donde viviera, doctorado por otra larga estancia en la ciudad de Tánger, el Shangai o el Hong-Kong de nuestro hemisferio. Mantuvo una actitud vital de displicente cortesía, canalizada por un tono de voz que no creo hubiera nunca descompuesto la ira, ni quizás el entusiasmo. A través de sus últimos escritos hubiera sido difícil descubrir un espíritu burlón, de brillante ironía, entusiasta del juego de palabras y de los mejores recursos del idioma. En la época previa a la transición llamada democrática, se complacía en los pareados de actualidad. "El marxista leninista / tiene su multicopista", cuando aquél vehículo proporcionaba todo tipo de información y desinformación en que vivíamos. "No digas, de Moscú vengo / porque te pilla Reguengo", que era el jefe de la Brigada Social. Fue este comisario de Policía quien me aseguró que Eduardo Haro era tenido por comunista, en lo que, fundamentalmente, tenía razón. He propagado, mucho después, con cierta complacencia, que Eduardo, a mis instancias, propició que conociese al miembro del Comité Central del PC, Jorge Semprún.

Figuran entre mis mejores recuerdos las tertulias parisinas con los cónsules Enrique Llovet y José María Lorente, en cafés y restaurantes parisinos, alguna vez en la Librería Española. Y el memorable viaje con los Haro a Cannes, para asistir a uno de los primeros Festivales de Cine, en compañía del periodista portugués, Novais -cuyo hijo levantaba muchos dolores de cabeza a los ministros de Información y Turismo, con sus crónicas en "Le Monde"-, mi hija María Eugenia y yo, metidos los cinco en el automóvil de Eduardo.

Estrecha amistad, con otros dos hitos: que me hicieran el honor de que apadrinase a su último hijo, con Genoveva Forest de comadre. Apenas ejercí mi obligación moral con aquella encantadora criatura, prematuramente desaparecida, como sus hermanos. Y haberle ofrecido la dirección de un semanario mío, "Sábado Gráfico", que desempeñó cuando fue cesado en "Informaciones", y hasta que encontró otro menester.

Como mucha gente, fui asiduo de la columna que publicaba cada día en este periódico. A veces no estaba de acuerdo con sus citas que concernían a asuntos vividos por mí en tiempos de la República, porque yo era un sujeto entre los 13 y los 17 años, y él un crío menor de 12. Su proclamación de republicanismo -perfectamente asumible por quien lo desee- era, a mi juicio, una forma de mantener ideales irrealizables que le permitieron conservarse incontaminado en un mundo en el que mucha gente necesita definirse para sobrevivir. Y hablo de cualquier época.

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Durante un tiempo nos vimos en los amables cocidos ofrecidos en su casa por el abogado Luis Zarraluqui (padre), que barajaba gentes notables, como el marqués de Desio, Domingo Ortega, Díaz Cañabate, Sáinz Rodríguez y, como más jóvenes, Eduardo, yo y alguno más. Estos últimos años coincidíamos en contadas ocasiones: alguna fiesta de "El País" a la que fortuitamente era yo invitado, o en la consulta del doctor Poyales, el oftalmólogo que compartíamos, siempre acompañado de su segunda mujer, la encantadora Concha Barral. Cuando paseábamos juntos, parecíamos Tip y Coll. Eduardo medía casi dos metros. Yo, no.

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