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Columna
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Muestrario

Tal vez lo juzguen ustedes un ejercicio inútil, incluso masoquista, pero, dada la colosal avalancha de reacciones hostiles ante la propuesta catalana de un nuevo Estatuto, he querido hurgar un poco en esa cornucopia del desvarío y la demagogia para extraer de ella algunas joyas particularmente brillantes.

Tomemos, verbigracia, el filón del tremendismo histórico. A juicio de algunos analistas capitalinos, se trata de "una crisis peor que la del 23-F", de "la mayor crisis que se recuerda, superior incluso a la provocada por aquel golpe de 1981, entre chusco y desaguisado, que se resolvió en apenas ocho horas" (Carlos Dávila). Para otros, tal valoración aún se queda corta, pues en realidad "vivimos la peor crisis desde 1812" (Federico Jiménez Losantos, en adelante FJL). O sea, en todo el siglo XIX jalonado de carnicerías fratricidas, cuartelazos y gobiernos despóticos; en todo el siglo XX con su devastadora guerra civil y sus dictaduras, nunca acaeció nada tan grave como la proposición de ley votada el pasado día 30 en el Parlament de Catalunya. Sí, es cierto que, a lo largo de las dos pasadas centurias, los españoles se mataron entre sí a placer, y las libertades permanecieron pisoteadas durante muchísimas décadas, y el poder civil vivió al albur de las veleidades de cualquier espadón. Ah, pero en esos tiempos nadie cuestionaba la "unidad de la nación española", con lo cual las dictaduras y los exilios, los fusilamientos y los golpes de Estado eran incidentes menores, anécdotas sin importancia frente a la magnitud del actual desafío catalán.

Por añadidura, el origen y la legitimación democráticos de dicho desafío son sólo una burda falacia; "éste no es, pese a todas las apariencias, el Estatuto de Cataluña, cuya ciudadanía ha dado la espalda a su casta dirigente. (...) La piafante república catalana de Roviretxe y Maragall no nace impulsada por una mayoría libre y decidida de ciudadanos. (...) Es un golpe de Estado disfrazado de reforma autonómica" (FJL). Sucede -por si ustedes no lo sabían- que "Cataluña está dirigida desde hace un cuarto de siglo por una casta político-mediática cuya única religión cívica es el victimismo, preferiblemente al contado, y cuya estrategia de partido y de comunidad suele situarse entre el mesianismo y la cleptocracia" (FJL).

Naturalmente, con tales progenitores la criatura estatutaria ha salido no ya dañina, sino deletérea. Su efecto será "devastador, balcánico, medieval" (Fernando García de Cortázar). "El texto consiste en una prolija elaboración de lo que cabe llamar ya el 'protoestado catalán', con enganches o prolongaciones cuyo propósito manifiesto no es mantener a Cataluña sujeta al resto de España, sino al resto de España tutelada por los intereses catalanes" (Álvaro Delgado-Gal). "Los doscientos veintimuchos artículos aseguran una dictadura nacional-socialista para los catalanes y una demolición balcánica para el resto de España" (FJL). En síntesis: "Esto es peor que el proyecto separatista vasco más conocido como plan Ibarretxe" (FJL); "dentro de unos años, pocos, ERC planteará en el Parlamento de Cataluña una nueva reforma del Estatuto para que la nación se articule en Estado. Y después se proclamará la independencia de Cataluña, fracturando quinientos años de historia de España unida" (Luis María Anson).

En paralelo con el zafarrancho de articulistas que acabo de espigar -obsérvese que dejo de lado por hoy las reacciones político-partidistas- se ha producido en las últimas dos semanas otro fenómeno igualmente destacable: ya sea de motu proprio o azuzados por la caverna mediática, portavoces de todos los poderes fácticos y los grandes aparatos del Estado (desde el presidente del Tribunal Supremo hasta el Defensor del Pueblo, de la Conferencia Episcopal al gobernador del Banco de España, del jefe del Estado Mayor al presidente de la CEOE) se han manifestado recelosos, agoreros cuando no abiertamente contrarios al nuevo Estatuto. Todo ello, mientras se formulan contra los promotores de éste y los catalanes en conjunto amenazas explícitas, tanto de naturaleza política (una reforma de la ley electoral que margine a los nacionalistas periféricos de las Cortes Generales) e incluso física (la intervención de los tanques, evocada por Alfonso Ussía) como de carácter económico: "Los catalanes pagarían el precio de acabar con el mercado nacional", pronosticaba el otro día un diario electrónico; por Internet y por telefonía móvil, las listas negras y los mensajes de boicoteo contra productos y empresas oriundos de Cataluña echan humo...

Ante este siniestro panorama, cuando el mero uso de los mecanismos previstos en el ordenamiento vigente -el derecho del Parlamento catalán a proponer, por los cauces reglados, la reforma del Estatuto- se convierte en un crimen de lesa patria, cuando el imprescindible debate democrático queda sepultado bajo un alud de improperios, fobias y descalificaciones truculentas, uno se pregunta dónde está el articulismo progresista español, por qué se muestra tan timorato, tan reticente, tan frío. Si, de repente, los obispos, los banqueros, los jueces, los militares, la cúpula empresarial y el periodismo más derechista tratasen, todos a una, de imponer al Gobierno una determinada política en materia de educación, o de sanidad, o de relaciones exteriores, ¿no habría entre esos sectores progresistas una viva reacción? ¿Por qué no la hay cuando lo que se debate es la articulación territorial del Estado? ¿Acaso es un tema tabú, o de pensamiento único?

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No, no pido que aplaudan la propuesta catalana, ni siquiera que la comprendan. Pido que defiendan el derecho de Cataluña a plantearla, a ser escuchada y a participar en una discusión serena, respetuosa. Pido que condenen sin ambages los insultos, las amenazas y las mentiras proferidas -en nombre de España- por los enemigos de la paz civil. ¿Es mucho pedir?

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