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El nacionalismo español

El nacionalismo como doctrina política es neutro en sí mismo. Puede constituir una herramienta magnífica de cohesión social y de solidaridad interterritorial, así como proyectar con fuerza a una colectividad hacia el futuro, cuando se manifiesta con el carácter de integrador. Pero también puede ser un factor de división y de fuerte perturbación, cuando se presenta con el carácter de excluyente. En este caso, el nacionalismo pasa a ser un mero instrumento para la perpetuación del control político, social y económico sobre un ámbito geográfico concreto, en manos de un grupo social determinado. Esto puede predicarse de todos los nacionalismos. Lleva seguramente razón, por tanto, aquel alto ejecutivo bancario catalán, educado en Deusto y casado con una bilbaína, que me decía hace algún tiempo que el PNV se comporta a veces más como un sindicato de intereses que como un partido político. Y en la misma línea de utilización sesgada del sentimiento nacionalista se inscriben las palabras de un gestor de negocios catalán que, tras la formación del Gobierno tripartito, se quejaba de que éste no representaba "als catalans de veritat". Ahora bien, lo mismo -exactamente lo mismo- puede decirse del nacionalismo español, que si bien ha podido constituir en algún momento -pese a su debilidad congénita- un factor de cohesión y solidaridad, ha sido instrumentalizado demasiadas veces al servicio de los intereses particulares de un grupo social -renovado sólo por cooptación- que ha usufructuado a lo largo de los siglos las estructuras del Estado, un Estado débil y precario que apenas funcionaba. Hay testimonios irrebatibles de ello. Santos Juliá los ha recogido recientemente de modo certero en Historias de las dos Españas: "España (en los años 30 del pasado siglo) no llega a ser una nación porque no hay un pueblo, y ni nación ni pueblo existen porque no hay Estado. Será preciso crear, por tanto, un Estado que no sea ya el de las familias acampadas sobre el país, como lo definía Azaña, el gerente de una sociedad de socorros mutuos que decía Ortega, o la finca privada que veía Araquistain; un Estado que no sea oligárquico, sino nacional".

Han pasado los años, pero este concepto de Estado -triste concepto de Estado oligárquico- subsiste en quienes aún ahora mismo acampan sobre él, lo disfrutan como una finca privada y lo conciben como una sociedad de socorros mutuos. Es más, este fenómeno se ha acentuado en los últimos tiempos. La clave radica en la actual naturaleza financiera del poder económico. En efecto, el poder económico -base del poder político- es hoy básicamente financiero, por lo que tiende a su inexorable concentración. Una concentración que -en el ámbito de la Península Ibérica- se localiza en Madrid. Por eso resulta evidente la consolidación, en la capital de España, de un conglomerado o núcleo de poder político-financiero-funcionarial-mediático que está a punto de conseguir, por primera vez de manera plena, la hegemonía peninsular. Ha sido decisivo para ello -como destaca Puig Salellas- el hecho de que el Poder Ejecutivo goza de una gran capacidad de expansión, por lo que amplía su zona natural de influencia política a todas las actividades estratégicas y, en concreto, a dos decisivas: los medios de comunicación -no sólo los públicos- y la actividad económica, pese, paradójicamente, a la privatización de esta última. Una privatización controlada a través de unos mecanismos bien afinados, que no están en los libros, pero que se basan en la colocación en los lugares clave de las personas convenientes, como se constata en lo que sucedió en las grandes empresas del país, como Telefónica, Endesa y Repsol, en las que, gracias al uso adecuado de los denominados núcleos duros y de la llamada acción de oro, siempre fueron hombres de confianza del Gobierno los que estaban al mando. Sin olvidar el caso emblemático del BBVA, en el que, a través de un proceso largo y muy preparado, se asumió el pleno control -desde la capital del Estado- de la empresa emblemática del capitalismo vasco. Todo lo cual provoca que se genere en torno del partido político que da soporte al Gobierno de turno una élite -en parte dentro de la política y en parte fuera- que constituye el núcleo que tiene de verdad las riendas del poder real y, por tanto, la que configura las grandes decisiones que nos afectan a todos. Se trata -no hace falta decirlo- de un grupo social relativamente reducido, que suele vivir en la capital del Estado y que, como es natural, está identificado, incluso por impulsos personales, con la ideología -si ésta es la palabra- que los ha proyectado tan arriba. No obstante, conviene precisar -para saber verdaderamente quién es quién- que, como ha puesto de relieve Ramón Tremosa, "el crecimiento madrileño gira alrededor de cinco grandes empresas multinacionales de servicios (algunas, antiguos monopolios públicos) y de la capitalidad del Estado (400.000 funcionarios), su elevado intervencionismo y su creciente capacidad reguladora. La estructura económica de Cataluña, en cambio, la definen las empresas multinacionales presentes en nuestro país, unas 400 medianas compañías industriales de capital catalán con gran capacidad exportadora (con ventas superiores a 100 millones de euros al año cada una) y miles de pequeñas empresas manufactureras".

Es en este marco en el que deben encuadrarse buena parte de las reacciones suscitadas en Madrid por la anunciada OPA de Gas Natural sobre Endesa. ¿Cómo es posible que estos catalanes se atrevan a entrar en el sancta santorum del núcleo duro del poder, con la pretensión de hacerse con Endesa, que está en buenas manos, que está -tendrían que decir- en nuestras manos? Y, a partir de ahí, vale todo. Carod, avieso y ladino, lanzando a Maragall. Maragall, sinuoso y astuto, presionando a Zapatero, quien -débil, ignaro y sonriente- es a su vez zancadilleado por el silente Montilla. El tripartito embravecido y el PSOE, acogotado y acongojado, troceando la piel de toro. ¡Ya no quedan adalides como José María Aznar, que frenó en seco el intento anterior! "¡Se acabaron los gitanos que iban por el monte solos! Están los viejos cuchillos tiritando bajo el polvo".

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Ante esta tormenta político-mediática surgen inevitables algunas preguntas, porque, si los catalanes son efectivamente españoles, ¿a santo de qué resultaperturbadora su participación plena en la economía de España según las reglas del mercado?, ¿por qué razón no se puede controlar desde Barcelona una gran empresa española?, ¿quién dice que todo esto sólo puede hacerse desde Madrid? Da la sensación, a veces, de que la vida española sigue siempre sujeta a un mal fario que le impide avanzar, porque, salvando las distancias, este jaleo recuerda la anécdota protagonizada por don Alfonso XIII, quien, al ofrecer el poder a Francesc Cambó -el 30 de noviembre de 1922- para que gobernase con Cortes o sin ellas, le puso como condición que se domiciliase en Madrid, dejase de ser líder de las aspiraciones catalanas y no se sintiese más que español.

A estas alturas, cansados ya todos de dar vueltas a la noria, debe afrontarse el tema partiendo -a mi juicio- de una doble constatación:

El Estado español unitario y centralista, que no llegó a cuajar cuando era tiempo, no puede hoy pretender actuar como tal. Si no logró, en la segunda mitad del siglo XIX, implantar la unidad de caja -ahí están las cajas de las Diputaciones vascas y de la de Navarra-, ni un Código Civil único -ahí están los Derechos Forales-, no puede desconocer ahora la realidad de unas comunidades con voluntad firme de autogobierno.

Cataluña no conquistó en el siglo XVII -a diferencia de Portugal- su independencia de España. Consecuentemente, no puede pretender hoy actuar como si la hubiese alcanzado, ni aunque su pretensión se articule de forma oblicua o indirecta.

Reconocimiento de la realidad y una mínima lealtad recíproca son imprescindibles para dar salida -nadie habla de soluciones definitivas- a este inacabable contencioso; una rémora que nos distrae de nuestros comunes problemas de fondo y perturba nuestras capacidades y posibilidades, que son grandes si vamos de consuno. Ir de consuno exige la existencia de un único Estado que encarne un proyecto sugestivo de futuro, pero en modo alguno significa que el núcleo de poder de este Estado se tenga que concentrar en un solo lugar y en un único grupo de personas. Las fórmulas federales están ahí para quien quiera usarlas.

Leí en un texto de Francisco Tomás y Valiente -cito de memoria- que el pintor José Ribera, el Españoleto, firmó así uno de sus cuadros: "José Ribera, español de Valencia". ¡Ojalá -los que queramos- pudiésemos firmar de manera parecida sin violentarnos! A veces lo dudo. Cada día que pasa más.

Juan-José López Burniol es notario.

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