Muerta por las rosas
Hay un libro de Yukio Mishima, Muerto por las rosas, raro alegato sobre las dependencias. Las rosas son allí un símbolo de pasión y castigo. En carne viva (Madrid, teatro Pradillo) se alude al drama de los maltratos con la polifacética bailarina Ana Arroyo, que también se encarga de la coreografía de la segunda parte, y de manera terrible cae "muerta por las rosas", envuelta entre sus tallos y espinas; las rosas son los recuerdos que se lleva consigo en las maletas de la memoria; allí comparte cartel con Patrick de Bana y Carlos Carbonell, dramatizando una redención desde esa agonía.
La primera parte ha sido concebida por Ángel Rojas, un monólogo al que sobran objetos y diálogos. Arroyo transmite con claridad su tensa atmósfera, donde no parece haber salida. De Bana hace un papel siniestro que le viene como anillo al dedo a sus cualidades. En medio, las rosas son testigo y azote. Luego aparece Carbonell de blanco: puede ser un ángel de los que se imaginan y no existen. El dúo sobre el Cantus in memoriam Benjamín Britten de Pärt, trágico y luctuoso, es lo más tenso y conseguido. Carbonell aporta ternura y la mano tendida: un pañuelo que recoge todas las lágrimas.