Disfraz de novela
Junto al de Piglia, aparece otro libro con el título apocalíptico de El último lector, escrito por el mexicano David Toscana, antiguo participante del mítico taller de escritura de Iowa, fragua de no pocos escritores de excepción. Ligero de equipaje argumental, siquiera con un bibliotecario de pueblo extraviado en su imaginación, Lucio, un desierto y una niña muerta en un pozo (sic), Toscana reúne en apenas doscientas páginas lo que sigue. Un thriller rural -Dos crímenes, de Ibargüengoitia, asoma a la memoria-. La crónica del México terruñero en fraseos breves e imágenes insólitas, a imagen y semejanza del Pedro Páramo de Rulfo. Una suerte de poética del lector entendido como autor elevado a la segunda potencia ("¿quién decide a qué libro le toca ser ficción?"). Y un irónico ejercicio de crítica literaria, escrito con mal disimulada complacencia, dicho sea de paso, sustentado en la burla inmisericorde de todo regodeo baldío, de toda hojarasca retórica, de toda prosa de sonajero, en feliz acuñación de Marsé. También es esta novela un divertimento perverso con las convenciones del género novelesco, un ácido ajuste de cuentas con la tradición literaria y hasta un catálogo de autores apócrifos y novelas inventadas que lee y critica Lucio y cuyas tramas se trenzan con la de El último lector en una sugestiva complicidad metatextual. Esta ósmosis entre la historia narrada por el autor y las historias que cuentan los libros que lee el personaje constituye una deuda más contraída por el autor con la contaminación cervantina de vida y literatura.
EL ÚLTIMO LECTOR
David Toscana
Mondadori. Barcelona, 2005
190 páginas. 15,50 euros
De modo que viene sin duda al caso acercarle al relato de Toscana la sucesión de novelas truncadas compuesta por el cervantino Calvino en Si una noche de invierno un viajero, el episodio quijotesco del escrutinio del capítulo VI de la primera parte del Quijote en los que la vida del personaje se diría mera prolongación de sus lecturas. De la mano de una idea de ecos borgesianos -la vida entera no es más que el texto de un libro que jamás leeremos completo- el autor de Estación Tula le da una enésima vuelta de tuerca al tejemaneje libresco cervantino, y cumple anotar que el autor se las ingenia sobradamente para que su empeño no caiga en el saco roto del lugar común.
Toscana se ha inventado una novela porque necesitaba escribir una crítica, recuerda como Nabokov -ambos, estetas de la recepción- que el lector tiene siempre la última palabra, recrimina la frivolidad del sector editorial y denuncia sin ambages que en nuestro panorama literario sobra ruido y faltan nueces, y que mucha literatura no es digna de ese nombre.
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