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Columna
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El globo pinchado

Lo peor fue la expectativa. A estas alturas de la biografía de cada cual, esperar que a nuestros políticos les cogiera un ataque de limpieza y se pusieran a barrer lo que nunca barrieron no era algo que abundara en nuestros sueños. Ni los más románticos llegaron a esa alta cima del deseo que es la ingenuidad. Sabíamos que el cambio de gobierno era necesario, que venían los nuestros multicolores y multisostenibles, que se acababa un periodo de la historia de Cataluña que, en sus últimos momentos, fue denso en opacidad, pensamiento único, mesianismo y teocracia del poder. Es decir, con la honestidad que da el compromiso y la convicción, decidimos creer que venían tiempos interesantes. Pero nunca, ni en nuestras más avispadas intuiciones, pensamos que podrían llegar al compromiso del levantamiento de alfombras. Por eso, cuando Pasqual Maragall tuvo un ataque de maragallismo agudo -vocablo cuya definición contempla la suma de tres verbos singulares: sorprender, divertir e inquietar-, y alzó su dedo juguetón para señalar hacia el armario de las escobas, casi todos nos quedamos bastante alucinados. ¿De verdad, de verdad, pero de verdad de la buena, que iban a hacer los deberes con la corrupción? ¿Tendríamos por fin nombres, datos, informaciones? ¿Había llegado el tiempo de la claridad? Todo lo que habíamos oído, lo que creíamos saber, lo que nos habían dicho por las esquinas del rumor, todo lo que nos habían contado las gargantas profundas del ancien régime, toda la narrativa escrita con tinta invisible del gran novelón titulado lo sabía toda Cataluña ¿iba a recibir, por fin, la clave para su comprensión? Es decir, y para hablar en plata: ¿el Gobierno de Maragall iba a tener lo que había que tener para, de una vez por todas, ayudarnos a saber la verdad? Lo pareció. Y sonaron las trompetas del escándalo parlamentario, se rompieron las vestiduras de los falsos profetas, el cielo se nubló con el miedo de unos y los truenos esperanzados de otros. Incluso hubo quien montó una comisión parlamentaria y le puso los deberes del 3%. Y para acabar de convencernos del compromiso, hasta hubo un fiscal general que abrió expediente.

Lo peor fue la expectativa. Porque si nunca la hubieran creado, si nunca nos hubieran alimentado las ilusiones, si el compromiso de la transparencia se hubiera olvidado en el saco roto de las promesas electorales, y después, pelillos a la mar, que gobernar es cosa de prudentes. Si lo hubieran dejado como siempre, enterrado en el silencio de los impunes... Pero no. Llamaron a la puerta de las ilusiones, nos hicieron volver a creer en lo que ya no creíamos, nos dijeron que iban de verdad, y para demostrar el compromiso lo hicieron todo, comprometer al presidente, al Parlamento, a la fiscalía. Dieron su palabra más allá de la frágil palabra de un político. Y la palabra se quedó en un globo hinchado de retórica grandilocuente, pinchado a la primera esquina. Ni palabra, ni Parlamento, ni presidente, y veremos si queda algo de fiscalía.

Lo peor fue la expectativa. Sobre todo porque la política ya no se puede permitir demasiadas frustraciones, tan ajada como está de sus muchos años de funambulismo. Y ¿qué ocurrirá ahora? Que nos sentaremos en los bares de la progresía nostálgica, y nos preguntaremos por qué hemos dejado de creer. O peor, por qué ha dejado de creer el pueblo llano, ese al que tanto mentamos y tan poco consideramos. Y empezaremos con nuestra retahíla de dialéctica sesuda, que si es un problema de flujos ideológicos, que si tenemos que reconvertir la dinámica de partidos, que si buscarle los pies al gato de la democracia participativa, etcétera. Y así, algo casposos con nuestras barbas de la época de Cambio 16, babosos ante nuestros cachorros alternativos que se pasan el día salvando al mundo que les hemos dejado, convencidos de ser, a pesar de todo, los buenos, volveremos a perdonarnos las miserias, probablemente porque hemos dejado de ser ciudadanos libres. Somos, fundamentalmente, siervos de nuestra nostalgia, nuestra utopía frustrada y nuestra fidelidad inquebrantable a los amigos de los amigos, que son nuestros amigos. Ya se sabía que esto no podía ir en serio.

Sin embargo, lo peor fue la expectativa. Porque miren ustedes, mis queridos amigos socialistas, mi estimado Pasqual, tan brillante y a la vez tan lunático como los cometas brillantes y lunáticos. Miren ustedes, mis queridos Iceta y Nadal, mi querida Tura y mi Manuela, mira tú, mi querido Joan Ferran. Esto que ha ocurrido es, para decirlo al estilo poético de Pere Quart, una gran cabronada. Ya sé que la política se permite el lujo de jugar con las palabras y hasta de jugar con la credibilidad. Ya sé que la losa del pragmatismo aplasta los resortes de la utopía. Ya sé que todo es más difícil de lo que parece, y que quizá no tienen las pruebas, o se olvidaron de encontrar los cheques, o no tienen la lengua trabada con sus propios armarios. Ya sé que no pueden, o no saben, o no tienen manera de decirnos lo que pasó. Pero entonces, ¿por qué crearon la expectativa?, ¿por qué levantaron el dedo acusador, para después dar plácidamente la mano?, ¿por qué montaron todo este pollo ruidoso, escandaloso y finalmente vacuo? Nuestras ilusiones dormían el sueño de los justos. Nadie les pidió que se volvieran locos de limpieza. Solo les pedíamos que no heredaran ustedes las alfombras, pero fueron tan chulos que despertaron al monstruo de las galletas y le dieron de comer. Todo se sabrá. Y luego, como siempre, nada se ha sabido. ¿Saben cuál es la diferencia? Que ahora el monstruo está despierto.

Lo peor fue la expectativa. Porque nos prometieron palabras y ahora, mis queridos, son ustedes esclavos de sus silencios.

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