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Reportaje:

Hijos en la distancia

Ecuador, con 140.000 solicitudes, es el país de la mayoría de participantes en el proceso de regularización de inmigrantes. Muchos dejaron allí lo más querido: sus hijos. Algunos de estos niños que han crecido lejos de sus padres retratan su vida cotidiana.

El Día de la Madre es triste para Andy. A sus 11 años lleva seis sin ver a su mami. Desde que se fue a un lugar llamado Murcia, que, le han explicado, queda a miles de kilómetros de Biblián, el cantón donde él vive, al sur de Ecuador. Murcia es también agrícola como Biblián, pero allí se gana más plata. O eso le han dicho. En su pueblo escasea el trabajo y el que hay está mal pagado.

La vida no es fácil en Ecuador, uno de los países de América Latina con mayor desigualdad social. Pese a sus reservas de crudo, no acaba de remontar la crisis y la pobreza aumenta. Más de la mitad de la población sobrevive con 1,2 dólares diarios, según datos de Naciones Unidas. La caída de los precios del crudo; la dolarización; la quiebra bancaria de 1999; el azote del fenómeno de El Niño; la deuda externa, y la inestabilidad política, con seis presidentes diferentes en nueve años, han acabado con las esperanzas de los ecuatorianos.

El vaso de la paciencia ciudadana está colmado, como quedó de manifiesto en las movilizaciones que en el pasado mes de abril forzaron la salida del Gobierno de Lucio Gutiérrez. Más de un millón de ecuatorianos han abandonado el país desde 1995, y casi seis de cada 10 han elegido España como destino. Una verdadera estampida que, según datos del Instituto Nacional del Niño y la Familia (INNFA) de Ecuador, ya en 2000 alejó a más de 150.000 chavales de uno o de ambos progenitores. Y el éxodo ha continuado.

Andy, hijo de madre soltera, vive con sus abuelos. Le quieren mucho y aunque no les sobra el dinero tienen una bonita casa de campo con su huerto y su criadero de cuyes o conejillos de Indias que, asados, son uno de los platos típicos de la sierra. Pero el cariño de sus abuelos no ha podido llenar el vacío dejado por su madre. La ausencia de los padres está causando muchos problemas emocionales en los niños ecuatorianos, según lamentan los propios inmigrantes, las autoridades educativas y las asociaciones de apoyo a la infancia. Y, además, se dan casos extremos en los que los críos ruedan de una casa a otra abocados al abandono, al maltrato y a los abusos.

La encrucijada es difícil de resolver. Marcharse supone muchas veces dejar a los hijos en otras manos siguiendo un sueño de mejora. Quedarse es ver que el dinero no alcanza y arriesgarse a que los niños sigan en el eterno círculo de la pobreza. La relatora especial de Naciones Unidas para los derechos humanos de los migrantes destacó, tras una visita realizada a este país andino en noviembre de 2001, "su profunda preocupación ante los efectos psicosociales que tiene la emigración en los lugares de origen, y, sobre todo, la desintegración familiar y el abandono de niños y jóvenes". Con el objetivo de conocer cómo afecta a los niños crecer tan lejos de sus progenitores, dos reporteros de EPS recorrieron hace meses, con el apoyo de Unicef, varios municipios de la provincia ecuatoriana de Cañar, al sur del país y con gran tradición migratoria. Allí, a través de la mediación de Orlando Guillén, coordinador en la zona de los programas de la organización de apoyo a la infancia, hablaron con maestros, con ONG y, sobre todo, con los propios chavales y los familiares que les cuidan. A los niños cuyas familias consintieron, se les ofreció una cámara desechable para que retrataran su vida cotidiana. Ésas son las fotos que ilustran este reportaje junto a su retrato. En este tiempo puede que alguno de ellos se haya reunido con sus padres. Alguno quizá viva ya entre nosotros o vendrá en los próximos años, ya que es previsible que muchos de los miles de inmigrantes ecuatorianos que obtengan los papeles con la reciente regularización traigan a sus hijos en cuanto la Ley de Extranjería se lo permita. Pero para otros chavales la espera se alargará mucho más de lo deseado.

La emigración es la segunda fuente de divisas de Ecuador tras el petróleo. Al año llegan al país más de 1.500 millones de dólares en remesas enviadas por los emigrantes. Muchos hogares subsisten gracias a ese maná. Pero el precio que se paga es muy alto. Los sociólogos hablan ya de familias transnacionales. Los chavales, ajenos a esa terminología, sólo saben que a veces se sienten huérfanos sin serlo.

En los acuerdos que las organizaciones indígenas alcanzaron en mayo de 2001 con el Gobierno de Gustavo Noboa, entonces recién llegado al poder, un punto clave fue la creación de programas de apoyo a los familiares de los emigrantes. Pero Pablo López de la Vega, representante en Ecuador de la asociación hispano-ecuatoriana Rumiñahui, cree que los Gobiernos del país no han tenido hasta ahora voluntad política de cumplir lo pactado. "Las únicas iniciativas para paliar la desestructuración familiar provocadas por la marcha de los padres nacen de la Iglesia y de la sociedad civil", asegura. Hoy por hoy ni siquiera existe un diagnóstico claro de qué sucede en los hogares, y mucho menos medidas para paliarlo. Además, el gasto social de Ecuador es de los más bajos de América Latina.

Y mientras, los ecuatorianos siguen haciendo el petate. O al menos sueñan con ello, porque lograrlo no es fácil. Emigrar a EE UU supone arriesgarse pagándole 12.000 dólares a un coyote (pasador de inmigrantes), y el camino hacia España está lleno de obstáculos desde agosto de 2003, cuando comenzó a exigirse visado.

Hilda Crespo es vicedirectora de la escuela Manuel Muñoz Cordero, un centro público de Azogues, capital de Cañar, una provincia que desde hace tres décadas exporta emigrantes a Estados Unidos, y, en los últimos años, también a España. La mayoría de sus alumnos procede de hogares pobres que han visto en la emigración un rayo de esperanza. Ella entiende que los padres hagan las maletas, pero sabe que estas ausencias acarrean, a menudo, funestas consecuencias.

"Muchos padres se marchan endeudados, con idea de trabajar y enviar dinero a su familia, pero no siempre lo logran y a veces también se olvidan del niño que dejaron aquí. Hay muchos chicos con problemas psicológicos porque nadie sustituye el vacío dejado por los progenitores", asegura, y añade que algunas situaciones rayan en el abandono. "Algunos chavales llegan a clase desaseados, tristes, porque las personas que han asumido su cuidado no les hacen caso. Otras veces el abuelito que ha quedado a cargo del chaval tiende a mimarlo para consolarle, y ya se sabe que quien mima pega dos veces", reflexiona.

Olga Amendaño nunca pensó que su marido, profesor de Filosofía en el colegio de la Providencia de Azogues, acariciase la idea de dar el salto a España. "Se encontró con un primo suyo que había emigrado y me dijo que él también iba a probar suerte. Creí que era una broma, pero en una semana se marchó; decía que con un sueldo de profesor es muy difícil dar estudios a los hijos, así que ya lleva seis años trabajando en una fábrica de muebles de Murcia", explica esta maestra de educación infantil, que, con 40 años, es madre de tres chicos, el mayor de 18. "La adolescencia de mis hijos hubiera sido diferente de estar él aquí, porque sufrieron mucho con su partida, sobre todo el mayor, que se rebeló contra mí: me echaba en cara que le había dejado marchar…", relata esta mujer acostumbrada, por su trabajo, a ver cómo muchos niños ecuatorianos se están criando sin padres. Pero también reconoce que la casa que tienen, grande y cómoda, es fruto de los esfuerzos de su esposo. "Él nunca se ha olvidado de nosotros porque es una persona responsable, pero queremos que vuelva; tenemos ya nuestra casa y yo no quiero que, por ambición de conseguir más, acabemos destruyendo nuestra familia", explica.

En el colegio de Azogues donde estudian los hijos de Amendaño, una tercera parte del alumnado tiene algún progenitor en el extranjero. Es un centro privado, al que acuden niños de familias más acomodadas y también otros de hogares muy modestos a través de becas. La incidencia de la emigración es muy grande. Lo mismo ocurre en el colegio Héroes de la Verdeloma, en Biblián, donde casi el 40% de los alumnos tienen a sus padres o madres en el extranjero. "Sobre todo han salido los padres, y a veces pasan los años, crean una nueva familia en el nuevo país donde residen y se olvidan de los hijos que dejaron aquí. Hay críos que se quedan con tal falta de afecto que acaban colgándose de sus maestros", explica Luis Manuel González, director de este centro de Biblián.

El Musode es una organización que trabaja en Azogues y Biblián para prevenir los malos tratos infantiles. Mercedes Tixi, su presidenta, explica que, en las últimas escuelas de padres que han organizado para prevenir el maltrato, el 80% de los participantes no eran los progenitores de los niños, sino sus tíos o abuelos. "Se emigra porque aquí no van bien las cosas, pero hay también quien se mete en un círculo de conseguir un coche y una casa más grande que los del vecino", comenta, y añade que, en su opinión, además de muchas carencias, existe un creciente consumismo en la sociedad ecuatoriana. "La emigración daña los hogares, sobre todo cuando es la madre la que se va, pero la gente se marcha por razones económicas y el país no les ofrece por ahora ninguna alternativa", asegura esta mujer, que, como muchos de sus compatriotas, vive muy de cerca este problema. Su marido lleva siete años en Estados Unidos; por eso, cuando alguna vecina le cuenta una situación similar, echa mano de sus propias recetas. "Hay que luchar por mantener la relación y procurar que los hijos no vean con materialismo al padre o a la madre ausentes; que no se acostumbren a pedirle caprichos porque esa persona sufre mucho en la lejanía y necesita afecto".

Tixi tiene grabado un cartel que vio en un colegio. Los niños habían escrito: "Somos huérfanos con padres vivos".

Blanca, hija de inmigrantes ecuatorianos.
Blanca, hija de inmigrantes ecuatorianos.PEDRO VIKINGO

Marco. Una mochila cargada de esperanza

9 años. Su padre y su madre, separados, llevan dos años en España y en Estados Unidos, respectivamente.

"Mi padre se marchó para mantener a los hijos que tiene con otra mujer y mi madre para ver si nos podía mandar plata, pero como no tiene papeles le resulta difícil encontrar trabajo y no siempre puede enviarnos dinero", explica Marco (arriba, a la izquierda, retratado por el fotógrafo; las fotos de la derecha -comiendo y en la cama- las ha hecho el propio Marco con la cámara desechable que sostiene entre sus manos), mientras reconoce que no le gusta la vida que lleva, con su abuelita, anciana y enferma, y sus dos hermanos, en una especie de almacén. Los muebles son cajas y el agua hay que sacarla de un pozo. Todo es de una pobreza descarnada. Él único detalle esperanzador son las mochilas escolares, llenas de libros, colgadas de la pared.

Blanca. Papá está en Nueva York

16 años. Su padre trabaja en Estados Unidos desde hace 12 años. Vive con su madre y sus tres hermanos.

Cuando su padre se marchó a Nueva York ella sólo tenía cuatro años. No le ha vuelto a ver. Al principio el teléfono sonaba cada 15 días, pero ahora pueden pasar meses. "Me acuerdo pocas veces de él", explica esta estudiante a la que le gustaría trabajar como ingeniera de sistemas. Su madre, Sara María Lema, una mujer de 37 años vestida como las indígenas del mediodía ecuatoriano, no estuvo conforme con la marcha del marido, pero tampoco le podía retener. Ahora se siente más una madre soltera que una esposa. No sabe si desea que su marido regrese. "Él no quería que los chicos se dedicasen a cargar leña, y la verdad es que, gracias al dinero que nos envía con su trabajo de cocinero, ellos estudian y hemos podido levantar esta casa".

Marta. Padre, madre y hermana mayor

22 años. Con 17 se quedó a cargo de siete hermanos tras la marcha a EE UU de sus padres.

Sus padres, campesinos, emigraron hace ocho años porque no podían mantener a sus 11 hijos. La prole quedó a cargo de una hermana mayor, y cuando ésta también emigró le tocó a Marta. Tuvo que dejar la escuela y ahora su vida transcurre entre la huerta, la cocina y el lavado a mano de la colada. La casa donde viven, sin acabar, sólo avanza cuando llega dinero extra de Estados Unidos, lo que no siempre sucede. Ahora su novio le habla de emigrar a Estados Unidos. "No quiero dejar botados a mis hermanos", dice ella, "así que, o nos vamos todos o se tendrá que ir él solo". Siente que los pequeños sufren la ausencia de sus padres. El más pequeño ni siquiera les conoce: cuando se marcharon tenía tres meses. Para él, Marta es su mamá.

Daisy. "No me pareció bien que mamá se fuera, me quedé con pena"

8 años. Vive con su padre, sus dos hermanos, sus tíos y su abuela tras la marcha de su madre a España.

Le cuesta aceptar que, cada mañana, cuando se levanta, no esté su mamá. Vive con su padre, sus dos hermanos y otros ocho familiares en un piso de alquiler donde el descansillo de la escalera hace de sala de estar. "Me dijeron que se había marchado para trabajar para nosotros, pero a mí no me pareció bien porque me quedé con pena", relata con timidez. Su padre, Iván, de 28 años, explica que fue su esposa la que emigró porque él sufre una lesión de columna. "Nuestra idea es ahorrar y construirnos una casa propia", explica. Pero reconoce que la vivienda les está saliendo cara. No en materiales, ya que no tienen dinero ni para ladrillos. El coste es afectivo, sus hijos sufren la ausencia de la madre. "No lo dicen, pero yo sé que la añoran mucho".

Antonio. El futuro está en los libros

13 años. Vive con sus abuelos, hermanos y tíos en Biblián tras la marcha de sus padres a España hace tres años.

Antonio entiende que los mayores emigren. Sus padres lo hicieron y también cuatro de sus tíos. "Mis padres se marcharon porque en Ecuador no hay trabajo", reconoce. Le gustaría ser médico, "un trabajo muy lindo". Aún recuerda cuando, tras la marcha de sus padres, él y su hermano mayor, Víctor, de 18 años, tuvieron que hacerse cargo de sus cuatro hermanos pequeños, que corretean hoy por la casa familiar de adobe y madera. "Los papis nos habían dejado a todos a cargo de una tía, pero se enfadó porque decía que estábamos siempre enfermos y nos quedamos un mes solos hasta que fuimos a vivir con mis abuelos", recuerda. Ahora están más tranquilos. Y tienen tiempo para estudiar. Sobre todo, Antonio, más estudioso que Víctor.

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