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Por una soberanía compartida

Ante todo, me gustaría decir lo sensible que soy a la intensidad del debate que se ha establecido en Francia: los ciudadanos hacen suyo el futuro de la Unión, debaten sobre valores propios de nuestro continente, se interesan por los objetivos, por el funcionamiento de las instituciones y por el sentido mismo de la construcción europea y tratan de identificar en qué medida responde a sus preocupaciones cotidianas. No es de extrañar en un país que tanto ha contribuido a dar forma a los derechos fundamentales, que ha transformado tan fuertemente las mentalidades a través de sus pensadores y que ha aportado tantas inspiraciones a la definición del proyecto europeo. Y, por esta misma razón, que está relacionada con la fuerza de sus propuestas y la influencia de este país, el debate actual no concierne exclusivamente a Francia, sino que interesa a la familia europea en su conjunto. Como europeos, todos somos herederos de una construcción única en su género. Una construcción que ha sido erigida sobre las bases de la reconciliación tras la guerra. Nuestra herencia nos obliga precisamente a hacer frente a los nuevos desafíos posteriores a la Guerra Fría, que prolongó el gran conflicto mundial.

Al igual que todo heredero, un día nos tendremos que enfrentar, también nosotros, a las consecuencias de las decisiones que estamos llamados a tomar en el ámbito de la integración europea. Hoy debemos pronunciarnos sobre el proyecto de Tratado Constitucional para la Unión Europea, un texto que señala una nueva etapa. Ha llegado la hora de hablar por fin de valores y no simplemente de integración a través de la economía; de la Europa de los ciudadanos y no sólo de la Europa de los Estados nacionales. Si no queremos que sea percibida como un proyecto administrativo demasiado complejo cuyos retos sólo comprende un grupo restringido de euroespecialistas, si queremos que esté más cerca de los ciudadanos, la Unión Europea debe, en mi opinión, dotarse de una ley fundamental. A diferencia del Tratado de Niza, que era el arquetipo de una construcción negociada únicamente entre Estados, la Constitución es el fruto de un nuevo método que, por primera vez, asocia a parlamentarios nacionales y europeos con representantes de los Estados.

En marzo de 1999, en mi discurso ante el Senado francés, mencioné la perspectiva de una Constitución que permita a cada cual comprender el sentido y la identidad de la Unión Europea, el funcionamiento de sus instituciones, sus relaciones y sus competencias, de forma que los niños de los colegios puedan apropiarse de Europa, que se ha convertido en el marco natural de su futuro. Esto me parecía esencial, justo en el momento en que Europa iba a finalizar su reunificación tras la desaparición del imperio totalitario. Poco importa que cada uno de los Estados miembros conserve su propio comisario. Lo importante es una Unión reforzada en su dimensión democrática. Y, en una democracia, es posible modificar los textos, incluso los más fundamentales, a medida que se deja sentir la necesidad. Esto también concierne al texto del Tratado Constitucional que, precisamente en el ámbito del control democrático, aporta unos avances notables. A partir de ahora, cada ciudadano podrá referirse a una Carta de Derechos, invocar el derecho de petición y, tras haber reunido suficientes firmas, solicitar a la Comisión que intervenga en un ámbito determinado: todo ello puede favorecer la aparición de una verdadera ciudadanía europea. Por su parte, el Parlamento Europeo obtiene la paridad en materia legislativa y presupuestaria con el Consejo. Por primera vez, se consolida la naturaleza bicameral de la arquitectura europea, a favor de la cual he abogado muy a menudo: una asamblea de ciudadanos, una asamblea de Estados y un ejecutivo común, la Comisión Europea, sometido a control político.

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Uno de los valores centrales del proyecto europeo es el de la libertad: libertad de expresión, de circulación y de empresa. Siempre hemos considerado que la libertad como ideal es una condición necesaria para la aparición de una sociedad abierta. Para países como Francia, donde las libertades rara vez han sido cuestionadas en los últimos 60 años, esta insistencia tal vez no siempre sea apreciada en su justo valor. Libertades como la de circulación y de residencia parecen asustar y en ocasiones se catalogan como "ultraliberales". Y, sin embargo, no podemos olvidar que el liberalismo también incluye la referencia a la libertad y que el libre intercambio significa también el intercambio libre. Esta noción de libertad reviste un significado aún más concreto y personal ya que, detrás del telón de acero, pagamos un alto precio por ella. Me alegro de que, con la Constitución, este gran espacio de libertades cuente con las instituciones democráticas que se merece.

En nuestro mundo actual, abierto a la competencia, coexisten muchas ambigüedades y contradicciones: el número creciente de excluidos, que están privados de un desarrollo digno de este nombre; la uniformización de la cultura del consumo que nos presenta los mismos "atributos", de Singapur a São Paulo y de Nueva York a París. Las tablas de datos a través de las que evaluamos la situación del mundo detallan el número de conexiones a Internet o el crecimiento del PIB mundial. Esta lógica oculta unos valores más fundamentales. Y la vida digna de este nombre no puede reducirse a una cuestión de competición y de cifras. Se basa en la forma en que cultivamos el sentido de la responsabilidad del hombre frente a los desafíos de este mundo. Enfrentados a tales desafíos, sentimos la necesidad vital de unir nuestras fuerzas. Para buscar unas respuestas europeas a los retos de la globalización, la Constitución propone los mecanismos que posibilitan una verdadera política exterior y de seguridad común. En este proceso de integración política de nuestros países, debemos relativizar el miedo a perder una parte de nuestra soberanía.

Prefiero la perspectiva de una soberanía compartida a laficción de la soberanía total. Aunque puedo comprender la desconfianza hacia los abandonos de soberanía, desconfío de los deslizamientos hacia la supuesta amenaza para las identidades nacionales. No es Europa la que puede amenazar nuestra identidad. Es tan sólo un indicador de nuestras dudas e inquietudes respecto a nuestra identidad. En cuanto a la Constitución, no resuelve el problema, pero es precisamente el garante del principio de diversidad. Con su enorme pasado, cargado de gloria y de miseria, me parece que Europa debería ser la primera en exponer al mundo actual cómo plantar cara a los peligros y a las amenazas que debe afrontar. La vocación europea no es imponer sino inspirar. Sin tratar de erigirse en modelo, Europa podrá de este modo dar testimonio de cómo se pueden sentar, sobre la base de la reconciliación, los cimientos de la cooperación, de la confianza y de la solidaridad entre unos pueblos antaño enemigos. ¿No sería este desafío la verdadera realización de ese sentimiento de responsabilidad universal en Europa?

En 1989 terminó una época sombría del siglo XX. Las esperanzas del "regreso a Europa" se concretaron políticamente con la ampliación de la Unión Europea en 2004. Esta ampliación fue una respuesta al final de la Guerra Fría. Los ideales que dieron origen a la integración europea coincidieron con los de los iniciadores de la "Revolución de terciopelo" y juntos pusieron fin a la absurda división de nuestro continente, superada de una vez por todas. La Unión, a 25, no será la misma de antes pero de mayor tamaño. Está cambiando, pero su necesaria mutación sólo tendrá éxito si logra realizar la síntesis entre las aportaciones de los antiguos y nuevos miembros y si logra superar la antinomia simplista entre ampliación y profundización. Precisamente por esta razón, la Unión ampliada necesita una Constitución.

También nosotros deseamos reapropiarnos de la preciada herencia de los padres fundadores de la construcción europea, aportando al mismo tiempo nuestra propia experiencia. Como buenos herederos de este proyecto único, estamos dispuestos a cargar con nuestra parte de responsabilidad en este desafío histórico. Y deseamos hacerlo con nuestros amigos franceses.

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