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Columna
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La escala de los problemas en Rusia

"Un estudio confidencial de documentos de la policía secreta ordenado por Nikita Krushchev concluyó que entre 1935 y 1941, las autoridades arrestaron a más de 19 millones de soviéticos. Siete millones de ellos fueron ejecutados al instante". El periodista y escritor norteamericano Adam Hochschild escribía estas líneas escalofriantes en su libro sobre Stalin, The Unquiet Ghost (El Fantasma Intranquilo). Poco a poco, los historiadores han ido atravesando la cortina de secretismo que rodea a Stalin, y calculan que, desde que llegó al poder en 1929 hasta su muerte en 1953, fue responsable de la muerte de unos 20 millones de personas. En países como Rusia, las macrocifras históricas funcionan simplemente a otra escala: se considera probado que 27 millones de civiles y militares soviéticos murieron entre 1941 y 1945 en la Segunda Guerra Mundial.

Las revueltas alertan sobre los problemas que genera la inacabada transición de la extinta URSS

En Rusia, la gran obsesión de sus dirigentes ha sido siempre la seguridad territorial, ya sea la del Imperio, con los zares, la de la URSS en los tiempos de la Guerra Fría, y la de la gran nación rusa en esta etapa oscura de Vladimir Putin. Esta obsesión por el territorio sigue alimentando los gritos, portazos y noches en vela en el interior del Kremlin. En las fronteras occidental y sur de Rusia tiene lugar hoy una discreta competición entre la Europa occidental, Estados Unidos y Rusia por los corazones, los pasos fronterizos y los recursos energéticos. Por el oeste, Putin ve cómo le gana terreno en su antigua esfera de influencia la Unión Europea, con quien tiene ya una larga frontera común desde Finlandia a los tres países Bálticos, y que se extenderá hasta el Mar Negro con la próxima adhesión de Rumania y Bulgaria. La mayoría de estos países -ayer repúblicas comunistas, hoy miembros de la UE- son también miembros de la OTAN y, por lo general, aplicados alumnos al dictado de Estados Unidos.

Rusia es un elemento esencial para el comercio, el abastecimiento energético y, cada vez más, el control de los flujos migratorios en la UE. Por esta razón, los líderes europeos deben hacer equilibrios entre taparse la nariz ante las evidentes tendencias autoritarias y querencias neo-imperialistas de Putin (léase Chechenia) y sonreír para la foto con el todopoderoso presidente ruso, antiguo agente del KGB.

El 10 de mayo, cuando los más altos representantes de Rusia y de la UE firmaron un acuerdo de cooperación, el pasado resurgió por boca de los gobiernos de las tres repúblicas bálticas: Letonia, Lituania y Estonia fueron ocupadas por la URSS después del Pacto Molotov-Ribbentrop en agosto de 1939, mediante el cual Hitler y Stalin se repartieron de manera secreta y ominosa la Europa Oriental.

En este contexto de resurgimiento de las rencillas históricas y de cicatrices del siglo XX que se abren, la UE y Rusia han firmado un acuerdo para construir un espacio común en torno a los llamados cuatro espacios de cooperación: económico, seguridad y justicia, seguridad exterior y un cuarto de investigación y cultura. Pero los líderes europeos saben que en el Kremlin lo que escuece es la creciente e insoportable cercanía del liberalismo económico y político de la UE y de las bases de la OTAN.

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En la frontera sur, como ya intentó en Georgia en 2003 y en Ucrania recientemente, Putin hará todo lo posible por sofocar los aires de protesta callejera y libertad que han invadido algunas de las repúblicas del Asia Central. Las cinco repúblicas de nombre impronunciable, Uzbekistán (26 millones de habitantes), Turkmenistán (5 millones), Tayikistán (7 millones), Kazajstán (15 millones) y Kirguizistán (5 millones) fueron creadas por Stalin en los años veinte y treinta y lograron la independencia de la Unión Soviética en 1991. Tres de ellas (Uzbekistán, Turkmenistán y Kazajstán) siguen gobernadas por los entonces secretarios generales del Partido Comunista.

Con mayorías musulmanas, esta región -al norte de Irán y Afganistán- se ha visto envuelta en la llamada guerra contra el terrorismo islamista, una coartada que Estados Unidos ha puesto en manos de Putin y los autócratas de estas repúblicas ex soviéticas para ocultar sus verdaderos problemas: sistemas políticos autoritarios y represivos y unas economías obsoletas, todo ello controlado por los presidentes y los grupos de poder que les rodean desde la era soviética.

Este es el contexto en el se han producido las recientes protestas en Uzbekistán, desatadas por las reclamaciones sociales y económicas de la población y, más concretamente, por los intentos del gobierno de restringir el único ámbito de libertad económica existente, los bazares. Centrar las descripciones de los acontecimientos en la presencia de minoritarios grupos extremistas islámicos envía una imagen incompleta y favorece, además, a la versión defendida por el Gobierno autoritario de Islam Karimov, en el poder desde 1989.

La visión de los optimistas es que la imparable marcha de los pueblos hacia la libertad estaría llegando también a las almas post-soviéticas. Sin menospreciar el potencial efecto de contagio que puedan tener las revueltas pacíficas y juveniles en Georgia, Ucrania o Líbano, la lectura más pesimista alerta sobre los problemas que genera la inacabada transición de la extinta URSS hacia no se sabe muy bien qué. En la línea fronteriza entre la Rusia de Putin y las democracias liberales crecen los agujeros negros, llámese Valle de Fergana en Uzbekistán, el enclave armenio de Nagorno-Karabaj en Azerbaiyán o la región rusófona de Transnistria en Moldavia. En estos enclaves salvajes -cada vez más próximos al territorio de la UE- campan a sus anchas traficantes de armas, drogas y seres humanos. En la Europa del siglo XXI, las cuestiones territoriales abrigan todavía el germen del conflicto. Y Putin, heredero de la escuela política de Stalin, no parece el socio más fiable para prevenirlos.

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