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Reportaje:EL NUEVO PAPA | El perfil

Un cardenal de hierro al frente de la Iglesia

Guardián del dogma y la ortodoxia, Joseph Ratzinger se convirtió en la 'mano derecha' del difunto Juan Pablo II

"Ha sido un discurso apocalíptico, está claro que es el canto del cisne del cardenal Ratzinger". El comentario de Giuseppe de Carli, uno de los históricos vaticanistas de la RAI, llegó el lunes por la mañana a los oídos de millones de telespectadores, sintonizados con la primera cadena de la televisión italiana que retransmitió, puntualmente, la misa Pro eligendo Pontifice, oficiada por el ex prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger.

En su homilía, el hombre que ha sido durante 24 años uno de los pilares esenciales del pontificado de Juan Pablo II, describió con tintes sombríos la situación de la Iglesia en los tiempos modernos, acosada por los temporales causados por mil y un ismos, arrinconada por la poderosa cultura de la "dictadura del relativismo".

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Desde el púlpito impresionante de la basílica de San Pedro, Ratzinger presentó ante sus millones de oyentes, pero especialmente a los 115 cardenales electores, la verdadera y dramática situación de la Iglesia en el mundo de hoy, desde su perspectiva de guardián absoluto de las esencias. Y alertó a sacerdotes y fieles de la exigencia cristiana de "dar fruto", es decir, de continuar extendiendo el Evangelio por el mundo, defendiendo las verdades de la fe, sin temor a ser tachados de "fundamentalistas".

Las palabras de Ratzinger cayeron ese día, pocas horas antes del inicio del primer cónclave del siglo XXI, como un tremendo mazazo sobre el pueblo católico. Aunque no representan una novedad para los que dentro y fuera de la Iglesia han seguido la trayectoria de este hombre, accesible y discreto, de trato cordial pero también, de juicio rotundo e inapelable cuando se trata del dogma de la Iglesia. Este es el nuevo Papa, Benedicto XVI. Un hombre en el último tramo de la vida, sin aparentes ambiciones, sin otro interés que el servicio a su Iglesia, aunque asuste un poco la seguridad que emana de sus palabras, de sus gestos, de esa concepción cierta, inequívoca de todas las verdades del Evangelio.

Joseph Ratzinger nació el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, una localidad de la diócesis de Passau, en Baviera, en el seno de una familia dedicada tradicionalmente al campo, aunque su padre desempeñaba el cargo de comisario de policía. La vocación religiosa fue muy temprana y en ella debió influir, probablemente, el severo y recto carácter del padre, que hizo las veces de profesor del pequeño Ratzinger durante una temporada de estrecheces económicas de la familia. Fue obligado, junto a su hermano, a ingresar en las juventudes hitlerianas, como cuenta el propio Ratzinger en su autobiografía, aunque ni él, ni ningún miembro de su familia, simpatizaron con el nazismo. De hecho, esta disensión con el nazismo agudizó los apuros económicos de la familia.

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El futuro Papa estudia filosofía y teología en el ateneo de Munich y en la escuela superior de Frisinga. Su pasión está clara. En junio de 1951 es ordenado sacerdote y dos años después coronará sus estudios con el doctorado. En 1957 se estrena como profesor en las universidades de Frisinga, Bonn, Münster y Tubinga, donde coincide con uno de los más polémicos teólogos de la época, Hans Küng.

Con el tiempo, Küng se convertirá en un adversario furibundo, total, de Juan Pablo II y de su pontificado, detrás del que vislumbra la sombra imperiosa del antiguo compañero de universidad. El Ratzinger de esos años está lejos de parecerse al personaje actual. Otro de sus discípulos de la época, el teólogo Leonardo Boff, sufrirá después la represión vaticana.

Pero estamos aún a principios de los sesenta, y Ratzinger asombra por la seriedad de su trabajo y su extraordinaria preparación. Sus cualidades intelectuales le convierten en poco tiempo en uno de los teólogos más prometedores de la Iglesia alemana. En 1962 llega a Roma para participar en las sesiones del Concilio Vaticano II, aunque en la modesta posición de consultor del cardenal alemán Fring. En el Vaticano, mucho recuerdan aún aquél joven que se reunía a discutir de teología con Küng y otros pensadores progresistas en la trastienda de la Librería Leonina. En 1969 es ya catedrático de Dogmática en la universidad de Ratisbona, y sus méritos impresionan al papa Pablo VI que le nombra obispo de Munich y le otorga la birreta cardenalicia en 1977.

En estos años comienza a fraguarse un cambio sustancial en su pensamiento. Los devaneos aperturistas van quedándose atrás, sepultados por la realidad del trabajo diario en la diócesis. El joven es ya un obispo que ha entrado de forma fulgurante en el escalafón de la jerarquía católica.

Sería más justo considerar, sin embargo, que Ratzinger dispone de nuevos datos, nuevas experiencias que le llevan a experimentar un giro considerable en su posición teológica. Se aleja de la línea progresista defendida en el Vaticano II para iniciar un camino cada vez más conservador. Hasta el punto de sintonizar completamente con Juan Pablo II, el papa polaco que trae a Roma un catolicismo arcaico y una visión pragmática de cómo utilizar los medios de comunicación en la difusión del Evangelio.

La sintonía con Wojtyla es tal, que el Papa le coloca en 1981 al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el ministerio ideológico de la Iglesia, el que lleva el timón del pontificado. Ratzinger se convierte en el gran represor de los teólogos disidentes, de todo estudioso que ose alejarse de la línea maestra dictada en el Vaticano.

Dice no al sacerdocio femenino, a la presencia de homosexuales en la Iglesia, y asesta un golpe considerable al proceso de diálogo con las otras iglesias cristianas con la publicación, en 2000, de la carta Dominus Jesus, en la que sostiene: "Sólo en la Iglesia católica se encuentra la salvación eterna".

No se trata de un error. En lo más profundo de sus convicciones religiosas arde esa verdad inapelable del cristianismo, único camino de salvación. Ratzinger no es persona de medias tintas, ni de recovecos mentales como buena parte de sus colegas en la Curia romana. No teme decir no, y lo ha demostrado ampliamente.

En 1984, cuando el Vaticano intentaba un acercamiento a los países situados detrás del telón de acero, no dudó en señalar: "Los regímenes comunistas que han llegado al poder en nombre de la liberación del hombre, son una vergüenza de nuestro tiempo".

En el Vía Crucis del último Viernes Santo, cuando Karol Wojtyla agonizaba ya en su apartamento del Palacio Apostólico, Ratzinger volvió a tronar, con voz suave pero con ese tono apocalíptico tan temido en Roma. "¡Cuanta suciedad hay en la Iglesia, y precisamente entre los que, dentro del sacerdocio, deberían pertenecer a ella por completo! ¡Cuanta soberbia, cuanta autosuficiencia!".

El nuevo Papa considera que no vivimos tiempos adecuados para las medías tintas. El lunes, bajo la inmensa cúpula de San Pedro, sus palabras sonaron de nuevo, inconfundibles, como la reafirmación de todas sus verdades. "Un manifiesto lleno de noes", titulaba Il corriere della Sera, ayer.

La elección habrá causado desconcierto en no pocos sectores de la Iglesia que, al contrario que Benedicto XVI, no lo tienen todo tan claro.

Joseph Ratzinger, frente a la basílica de San Pedro en 1996.
Joseph Ratzinger, frente a la basílica de San Pedro en 1996.REUTERS

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