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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Razón o revelación

El auge actual de la ideología llamada neoconservadora en Estados Unidos, cuya manifestación más sonada ha sido el triunfo de George Bush hijo en las elecciones de noviembre, ha dado inopinada popularidad a Leo Strauss, identificado como una suerte de gurú intelectual de los llamados neocons, nombre que se da a una corriente de opinión actualmente hegemónica en los círculos gubernamentales de Estados Unidos. La fórmula neo-con siempre me ha parecido absurda, ya que es propio del pensamiento conservador conservarse tal cual y, por tanto, permanecer ajeno a la idea de un cambio o de una renovación. Los conservadores piensan siempre lo mismo: son sus adversarios los que identifican las diferencias en ellos, diferencias que las más de las veces expresan cambios de postura en las ideologías alternativas al conservadurismo. Neo-con, por lo demás, puede resultar una etiqueta incluso irrisoria, sobre todo si la leemos (y la pensamos) en francés...

¿PROGRESO O RETORNO?

Leo Strauss

Introducción de Josep Maria Esquirol y traducción de Francisco de la Torre

Paidós. Barcelona, 2004

212 páginas. 12,50 euros

¿Por qué se identifica a Leo Strauss como numen de los neoconservadores norteamericanos? Strauss fue un intelectual judío alemán, emigrado primero al Reino Unidos en 1932 y más tarde a Estados Unidos donde, tras enseñar en la New School for Social Research, de Nueva York, ocupó una plaza como profesor de Filosofía y Teoría Política en la Universidad de Chicago, donde desarrolló entre 1949 y 1968 una carismática actividad docente que habría de tener gran influencia en los medios académicos y políticos conservadores de décadas posteriores. Entre sus seguidores reconocidos está Allan Bloom, también profesor en Chicago, autor de un libro emblemático de la era Reagan: El cierre de la mente moderna (Plaza & Janés, 1989), donde se hace un balance sombrío del estado de la cultura y la educación en Estados Unidos tras la revuelta estudiantil de los sesenta y setenta y la renovación subsiguiente, y un número considerable de funcionarios conspicuos de los gobiernos republicanos, entre los que se cuentan Paul Wolfowitz y Abram Shulsky. Pero más allá del hecho anecdótico de que Strauss hubiese influido entre los republicanos conservadores o de que fuera un personaje célebre por su talante elitista y autoritario, muy a contracorriente del tópico del judío progresista centroeuropeo, lo único que permite asociarlo con el llamado neoconservadurismo es su postura radicalmente crítica del pensamiento político racionalista moderno e ilustrado. Para Strauss la modernidad sólo ha servido para introducir la confusión en el paradigma de la teoría política clásica antigua, cuya transparencia es subrayada en los muchos comentarios de autores antiguos que componen sus obras más conocidas.

Lejos de reconocerse irracio-

nalista, Strauss se presenta no obstante como adalid del racionalismo antiguo, que asocia con la figura de Sócrates, a quien no tiene en absoluto como personaje literario sino como figura política, militar e intelectual de todo derecho y con perfil y cualidades propias. La primera sección de este volumen se compone de cinco lecciones sobre el pensamiento socrático en torno a la política y la justicia, pero enseguida se ve que la reivindicación de Sócrates, que Strauss hace contrastar con los testimonios y crónicas de Aristófanes, Jenofonte -a quien Strauss califica de tonto, página 68- y Platón, se propone trascender las limitaciones de los cronistas en materia de política, y sobre todo, descalificar las tradiciones a que han dado pábulo en la modernidad. Puesto que se trata de una transcripción de exposiciones orales en gran medida compuestas de largas y minuciosas paráfrasis de los textos clásicos, la lectura de estas lecciones es farragosa y a menudo confusa, aunque permite apreciar el estrecho vínculo del pensamiento de Strauss con la recreación de una antigüedad que es, cuando menos, muy singular e idiosincrásica.

La segunda sección, que da título al volumen, da una idea de por qué se lo tiene como un pensador reaccionario y también cuánto hay de simplificador y de equívoco en este epíteto aplicado a Strauss. Tras la revisión de su ascendencia judía y de la tradición bíblica, Strauss describe una serie de filigranas argumentativas platónicas hasta que consigue plantear una oposición retórica entre un judaísmo esencialmente girado hacia una revelación original, en el pasado, y por tanto, opuesto al presente y al futuro, y otra tradición -moderna, racionalista y secularizada-, vuelta hacia la esperanza futura y enajenada en la defensa de una insostenible idea de progreso que ha alcanzado, piensa, una crisis terminal en nuestra época. Una lectura muy personal de la teología política de Spinoza le sirve para desembocar en un final ecléctico: no hay filosofía que no se funde en una revelación, ni revelación que no requiera de la filosofía para hacerse comprensible, fórmula presentada como "tensión fundamental" de la superioridad espiritual de Occidente. Uno se pregunta por qué no de la debilidad de Occidente, pero tanto da porque es obvio que la postulada tensión entre razón y revelación es un capítulo más de la recurrente tesis de Strauss de que toda teoría política se recorta sobre un fondo no racionalizable, toda norma presupone un acto de fuerza denegado y toda esperanza justiciera una profesión de fe no reconocida. En suma, que el derecho natural y la política como una variante de la teología nunca fueron del todo suplantados por el racionalismo moderno.

George W. Bush, en primer plano, y, al fondo, Donald Rumsfeld.
George W. Bush, en primer plano, y, al fondo, Donald Rumsfeld.REUTERS

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