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Lo justo y lo bueno

En Filosofía Política es común distinguir las cuestiones de justicia de las cuestiones relativas a la vida buena o a la felicidad. A diferencia de lo que sucede en las sociedades totalitarias, en las que todos los miembros de la sociedad comparten (se ven obligados a compartir) el mismo código moral, en las sociedades pluralistas conviven distintos enfoques morales, la ciudadanía no comparte una concepción de en qué consista la vida buena, ni un único modelo de felicidad. Tampoco se considera deseable la unanimidad en ese tipo de cuestiones, al contrario: el pluralismo, además de como un hecho, es considerado un valor.

Las distintas concepciones del bien suelen invocar el respeto debido al pluralismo para establecer su propia legitimidad, incluidas aquellas que pretenden acabar con la diversidad de criterios sobre lo bueno o que la consideran un fastidio. Pero en las sociedades pluralistas, aunque no haya acuerdo sobre qué es lo bueno, resulta necesario que existan unos mínimos compartidos relativos a la justicia que posibiliten la convivencia de las diferentes nociones de vida buena.

Para que se dé un debate público sobre asuntos públicos es condición indispensable argumentar de buena fe
No se puede pretender imponer a toda la sociedad la particular concepción del bien y del mal

Tener algo por injusto no es proferir una mera opinión entre opiniones igualmente respetables, sino que supone una exigencia de argumentación racional para llegar a un acuerdo. Los mínimos de justicia están constituidos por aquello en que coinciden todas las concepciones sobre lo correcto y lo incorrecto. Sólo quedan excluidas como ilegítimas aquéllas que pretenden imponer su propia visión, es decir, los totalitarismos y fanatismos de todo cuño. Convivir con conciudadanos que tienen puntos de vista muy diferentes a los nuestros no es siempre un plato de buen gusto, pero hemos de diferenciar con cuidado, dentro de los comportamientos que nos parece mal, aquellos que responden a derechos ajenos que no tenemos ninguna legitimidad para conculcar.

El aborto y la eutanasia suelen ser considerados como dos de los grandes problemas irresueltos y de difícil resolución en las sociedades pluralistas. Diversas organizaciones de la sociedad civil piden que se reconozca jurídicamente el derecho a morir dignamente, de la misma forma que el Movimiento Feminista reivindicó para las mujeres el derecho a decidir libremente sobre su capacidad reproductora, incluida la posibilidad de interrumpir de manera voluntaria el embarazo. En ambos casos, sectores sociales vinculados a credos religiosos se oponen vigorosamente a tales pretensiones.

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El caso de la eutanasia parece algo más sencillo, dado que, si llegara a reconocerse como derecho, quienes lo tienen por algo malo siempre podrían no ejercerlo. Si alguien considera que la decisión sobre su vida no le pertenece porque es de Dios, perfecto, pero deberá aceptar que hay personas que no creen en Dios, o que siendo creyentes, no llegan a las mismas conclusiones.

El asunto del aborto es más difícil, porque hay una cuestión previa dobre la que se precisaría acuerdo: ¿qué es la vida humana? ¿en qué momento comienza? (que no se puede acabar con la vida de otro ser humano, menos aún si éste es o está indefenso, es un mínimo compartido por las distintas concepciones morales). Las personas contrarias a la interrupción voluntaria del embarazo consideran que al llevarlo a cabo "se mata a un niño", como suelen decir, mientras que las partidarias de considerarlo un derecho de las mujeres entienden que se destruye un embrión o un feto, pero no una vida humana.

Esta cuestión de cuándo empieza la vida humana constituye por lo tanto un previo que sería necesario dilucidar. Y para ello no sirve de nada recurrir a la ciencia, a la medicina ni a ninguna otra disciplina que no sea la fe o las propias convicciones. Lo que científicos y demás profesionales declaran al respecto remite a sus concepciones últimas y a sus adhesiones ideológicas o políticas, cuestiones que no pueden zanjarse recurriendo al saber científico. Lo cual no significa que no tengamos que contrastar nuestras opiniones con los datos aportados por los especialistas de cada campo ni que debamos renunciar a la racionalidad o a la coherencia en nuestras manifestaciones sobre temas controvertidos.

Sin embargo, sí que podríamos convenir en que lo mejor sería que no hubiera ningún embarazo no deseado. Y en este punto aparece una cuestión fundamental: según los defensores de la democracia deliberativa, una condición indispensable para que se dé un debate público sobre asuntos públicos es argumentar de buena fe. Y no se puede menos que dudar de que muchos de los más exaltados detractores del derecho al aborto la tengan.

La ausencia de buena fe en el debate deja de ser una mera sospecha cuando las facciones más integristas del catolicismo dicen las cosas que dicen sobre el uso del preservativo. Sabemos, porque lo repiten constantemente, que detrás de su frontal oposición a cualquier método anticonceptivo se encuentra su particular visión de la sexualidad humana, reducida exclusivamente a mero aparato reproductor; es decir, a medio para otra cosa y nunca fin en sí misma. Pero las concepciones sobre moral sexual, sobre cómo o cuál ha de ser la sexualidad correcta, son cuestiones privadas relativas a la vida buena en las que no hay acuerdo (no estamos hablando, claro está, de agresiones que tengan componente sexual, ya que éstas no tienen que ver con distintas maneras de entender la sexualidad sino con la pura conculcación de derechos ajenos).

Alguien puede considerar, por ejemplo, que las relaciones sexuales fuera del matrimonio son desaconsejables, inadecuadas, inapropiadas, en definitiva, malas; lo que procede entonces es que quien así las considere no las tenga y se abstenga de practicarlas, pero no se puede pretender imponer a toda la sociedad esa su particular concepción del bien y del mal. Los creyentes siempre tendrán la posibilidad de la abstinencia como forma de evitar embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual, nadie les va a impedir vivir conforme a sus propias convicciones morales o religiosas. Pero lo que no es aceptable es que recriminen al resto no vivir conforme a esas sus convicciones.

La Conferencia Episcopal podrá pedir que los católicos que no deseen procrear se abstengan de mantener relaciones (hetero)sexuales, pero no debería decir ni mu ante políticas públicas que no están dirigidas a ningún credo en particular, sino a toda la ciudadanía, dado que las creencias de los ciudadanos no son cosa que ataña al Estado.

Con la educación y la información adecuadas podrían reducirse enormemente el número de embarazos no deseados, con lo que de paso nos desembarazaríamos del irresoluble problema de acordar cuándo comienza la vida humana: los que lo prefieran, abstinencia, el resto, en las relaciones heterosexuales, contracepción. Pero no pueden seguir colándonos en el debate sobre el aborto una cuestión pretendidamente de justicia ("no se puede matar a inocentes"), camuflando y escondiendo tras ella determinadas concepciones sobre sexualidad; es decir, su particular idea del bien, tan respetable, en todo caso, como las demás. Tampoco pueden seguir actuando como si el reconocimiento de derechos a los ciudadanos conllevara la obligación de ejercerlos: no va a ser obligatorio que los gays y lesbianas (católicos, por ejemplo) que no lo deseen se casen.

Por todo ello, parece un exceso (uno de tantos) que, desde que el Gobierno de Rodríguez Zapatero anunció su voluntad de regular las uniones de personas del mismo sexo y otras medidas encaminadas a equiparar los derechos de todos los ciudadanos y a permitir que cada cual pueda vivir según sus propias concepciones de lo bueno (siempre que no vulneren derechos ajenos, se entiende), los obispos no cesen de repetir que "es una injusticia". Hombre, que digan que les parece mal. Lo entenderemos, e incluso podríamos discutirlo.

Teresa Maldonado es profesora de Filosofía y militante feminista.

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